El 81º Festival de Venecia ha estrenado Quiet Life, del director heleno Alexandros Avranas (Love me Not, 2017), dentro de la sección Orizzonti, una coproducción de Francia, Alemania, Suecia, Grecia, Estonia y Finlandia, en la que cuenta de nuevo con la actriz griega Eleni Roussinou y está protagonizada por Chulpan Khamatova y Grigoriy Dobrygin con la colaboración de la veterana actriz sueca Lena Endre. El guion, firmado por el director en colaboración con Stavros Pamballis nos sitúa en Suecia, en 2018.
Las primeras imágenes nos muestran con estilizado estaticismo una familia formada por padre, madre y dos niñas, listos para inspección. El marco podría ser un decorado o una casa piloto, los tonos son desvaídos, neutros o fríos, los muebles, las paredes, la ropa, nos ponen desde el principio en guardia. En otras palabras, no nos permiten relajarnos, pues una tensión inexplicable se ha instalado ya en nuestra mente. La excelente fotografía de Olympia Mytilinaiou (Dodo, 2022) y una dirección artística reconocible son claves fundamentales para sostener un drama que, en ocasiones, nos excluye deliberadamente, tal como les ocurre a los padres en la ficción mostrada, como si no pudiéramos creer lo que vemos.
Poco a poco descubrimos que la familia está protegida, mantenida y alojada por el gobierno, pues la vida del progenitor ha sido amenazada en Rusia por promover la libertad de cátedra en su puesto de trabajo. Todo se mueve como de puntillas, las preguntas de los asistentes sociales son afiladas y artificialmente corteses, mientras que las respuestas son tan correctas que rezuman temor. Las heridas aún no están curadas, literalmente, y el terror de lo vivido se funde con el temor de la devolución a su país.
Su estatus de refugiados va a ser revisado y será rechazado o convertido en permanente, la familia se enfrenta a una entrevista crucial. La integración de las niñas es indudable, pero inesperadamente, la falta de pruebas sobre la supuesta agresión sufrida en Rusia (el padre luce una gran cicatriz que le cruza el abdomen) y las amenazas que se ciernen en caso de que regresen, dan un giro a sus expectativas. Un paso en falso tras otro y ahí está el estado para proteger a las niñas, pero en este caso de sus padres. La maquinaria digna de la teoría sueca del amor se ha puesto en marcha y solo queda una esperanza: la propia iniciativa y valor para moverse en los límites del sistema.
Todo en Quiet Life rezuma la frialdad y automatismo de la distopía, donde las situaciones se hiperregulan y las soluciones parecen obedecer a un clínico análisis, para llegar a la optimización de las condiciones de vida, más allá de la iniciativa personal (falible), que no ha superado el escrutinio de médicos, psicólogos y terapeutas. Por supuesto, pensamos en la greek weird wave, pero en este caso no nos encontramos ante uno de esos filmes manieristas que explotan lo bizarro; al contrario, la forma y el contenido se acuerdan de gran manera, hasta el punto que nos cuesta creer que lo mostrado no es una elaboración fatalista sobre el extrañamiento, sino la dramatización de numerosas experiencias reales.
La negativa de conceder refugio político a la familia provoca en las niñas un síndrome que existe en la realidad: el de la resignación, típico en refugiados, sobre todo cuando se trata de niños. La preocupación por tal condición ha llevado a algunos gobiernos a tratarla como una enfermedad, un misterioso coma en el que caen los niños frustados con estrés postraumático. Ese abandonarse, ese perder las ganas de vivir e interactuar en un mundo que no comprenden y les maltrata se traduce en un síndrome clínico, que ya es un problema de salud reconocido.
La tirantez de la nueva realidad de la familia, en la que se ve cuestionada su relación y cuidado de las hijas, la rendición y su entrega al estado, teóricamente mejor preparado para tratarlas, y el deseo de mantenerse unidos y la desconfianza de la terapia, darán lugar a un giro de acontecimientos, que revertirá la pasividad de los progenitores, amenazados en su precaria situación de asilo que los empuja a aceptar todo sin protestas, que en su caso solo empeorarán su condición de buenos padres.
Las niñas Naomi Lamp y Miroslava Pashutina tienen un papel extraordinario en el filme, cargando con la emotividad que son capaces de transmitir, desde lo más glacial de la puesta en escena y los hachazos argumentales. Respecto a la génesis de tan particular filme, su director declaró que llevaba años obsesionado con el fenómeno denominado Síndrome de Resignación Infantil, que sufren cientos de niños (contando solo Suecia), que han sido expulsados por los conflictos políticos y bélicos en todo el mundo, por la pobreza y la represión. La impotencia de sus padres para proporcionales la seguridad que necesitan sobredimensiona el problema de forma trágica. Alexandros Avranas dirige un filme humanista y certero, con la estilización y dramatización necesaria para que el upgrade desde un reportaje social a una tragedia ficcionada nos permita disfrutar de una inspirada y lograda película.
La impresión que deja en el espectador Quiet Life es tanto más perturbadora y eficaz cuando conocemos que lo que hemos visto no ha sido una fantasía llevada al límite en las relaciones familiares, los afectos, paternalismo intrafamiliar y gubernamental y ese retorcido concepto del afecto y la protección que tanto nos ha hecho disfrutar con otros filmes.
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