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Ponga un escenario en su vida

En Música miércoles, 2 de noviembre de 2016

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

Autobuses, barcos, pistas de coches de choque, pisos o parkings subterráneos se están consolidando como emplazamientos para acoger conciertos de música pop y rock, en una frenética -y a veces absurda- pugna por la originalidad.

La festivalización de la cultura tiene estas cosas. Quien no se diferencia, corre el riesgo de no existir. Y es tal la multiplicación de citas musicales pantagruélicas, que a sus numerosísimos responsables no les queda más remedio que estrujarse las meninges para ver cómo pueden generar el mayor ruido mediático e incentivar la venta de su papel.

Hace solo unos días hemos visto cómo un autobús, pintado de colores vivos y con la enseña de The Flaming Lips en el lomo, se paseaba por varias capitales españolas. Poco importa que la banda de Oklahoma lleve tres lustros repitiendo el mismo show cada vez que se acerca a nuestro país, porque con esa maniobra promocional, el Vida Festival (Vilanova i la Geltrú) se ha marcado el tanto de acaparar titulares, tras un buen runrun en las redes sociales, que hervían por desentrañar el misterio que se ocultaba tras la presencia del vehículo de marras.

Es solo una más de las estrategias de promoción a las que estamos asistiendo en las últimas temporadas, llevando un paso más allá aquellas grandes lonas que el Primavera Sound exhibía, meses antes de su celebración, con el nombre de alguna banda de campanillas por las calles de Barcelona, semanas antes de anunciar su cartel.

Los sponsors, generalmente marcas de bebidas -no solo cerveceras- , también aportan su know how comercial a la mayoría de festivales, de manera que algunos de sus escenarios adoptan formas poco convencionales.

Tampoco es una mala forma de diferenciarse y de captar la atención, no solo de medios sino también del público. Que se lo pregunten a los responsables del sello sevillano Happy Place (en su caso, sin necesidad de patrocinio), quienes, literalmente, reventaron el aforo de la pista de coches de choque que se sacaron de la manga para instalar en su interior un escenario (foto que encabeza este artículo). Frecuentadísimo durante el fin de semana que duró el Monkey Week (Sevilla), y omnipresente en todas las crónicas y previos del festival.

Pero esa tendencia, que concreta una suerte de huida hace adelante en una loca carrera por ver quién planta el escenario en el enclave más insospechado, puede acabar derivando en el absurdo, a poco que nos descuidemos. El gran rey de la bizarría escénica en los últimos años ha sido el autobús. Cómodo para poner la música de propuestas emergentes al alcance del público de a pie, el que transita por las calles y generalmente no paga su ticket. Pero manifiestamente ineficiente cuando se ubica en el interior de un recinto festivalero: establece una insalvable barrera física entre la audiencia y el artista, y acaba por devaluar la experiencia del directo, rebajando su hervor y convirtiendo al músico en parte del reclamo comercial de una bebida energética. Son muchos los festivales que lo emplean. El FIB (Benicàssim) lo metió en su propio recinto como segundo escenario, y -afortunadamente- no ha repetido la experiencia.

El autobús, ese gran clásico de las últimas temporadas.

El autobús, ese gran clásico de las últimas temporadas.

Más modestos son el pequeño barquito y la cabaña de madera que se gasta el Vida Festival, de presencia no tan intrusiva como la del autobús, y más acorde con el entorno en el que se desarrolla, una gran pinada costera que se presume como reclamo de un público que, ya entrado en unos años y con un buen callo ya hecho en cuanto a citas multitudinarias, huye de los rigores de la masificación y las sofocantes aglomeraciones. Al menos hasta que la cita reviente sus costuras, si llega el caso.

En una línea parecida opera el Sinsal Festival (Pontevedra), que instala tres escenarios perfectamente integrados en la pequeña isla de San Simón, un paraje privilegiado de la costa gallega al que hay que acceder -lógicamente- en barco, muchas veces con el incentivo de no saber con antelación ni siquiera quiénes son los músicos que integran su cartel.

Pau Vallvé interpretando sus canciones en un barco (Foto: Vida Festival).

Pau Vallvé interpretando sus canciones en un barco (Foto: Vida Festival).

Otra aportación emergente, que se ha hecho fuerte en el Parc del Fórum (Barcelona), durante la celebración del Primavera Sound, o en las calles contiguas a la Alameda sevillana durante el Monkey Week, es la del parking subterráneo.

Tiene sus ventajas y sus inconvenientes, siempre dependiendo de quien capitalice su estrado. Porque se antoja un acierto cuando son propuestas estruendosas y hasta opresivas quienes lo aprovechan para despachar sus canciones (bandas de garage rock, punk rock, rock electrónico con bases contundentes, hip hop), pero también un acicate para deslucir el temario de un tipo que se cuelga una guitarra al cuello, sin compañía de más músicos. Y no digamos ya si el registro es acústico, desenchufado. Porque no es lo mismo disfrutar bajo tierra, entre la reverberación cruzada de cuatro paredes de hormigón y un techo a un par de metros del suelo, de la jarana de The Parrots que de las canciones -defendidas a pelo- de Bob Mould (Hüsker Dü, Sugar), por ejemplo.

Foto de cabecera ©David Pérez Marín:  Los andaluces Pelo Mono, dándolo todo en una pista de coches de choque.

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