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Pierre Menard y la lectura como defecto

En Cultura 21 mayo, 2024

Óscar Carrera

Óscar Carrera

PERFIL

En Pierre Menard, autor del Quijote, Jorge Luis Borges rememoraba al llorado simbolista francés, cuya obra inédita (la subterránea, la interminablemente heroica, la impar) consistía en unas porciones idénticas al Quijote, a las que había llegado por sí mismo, sin apenas recordar aquellas páginas de la infancia. El prodigio no respondía a una emulación consciente de Cervantes (el camino fácil de conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918), sino al firme propósito de seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard. El autor estaba convencido de que de algún modo llegaría a formular las mismas líneas que Cervantes, pues su credo era que todo hombre debe ser capaz de todas las ideas.

Sólo se ha hecho pública una breve cita de aquel fragmentario Quijote francés del siglo XX, en paradero desconocido, que constaría de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del Don Quijote y de un fragmento del capítulo veintidós. Aunque la frase publicada no difiere en nada de la cervantina, el tiempo en el que fue trazada le confiere perspectivas nuevas: Borges afirma detectar la presencia del pragmatismo de William James.

 Si es posible imitar de esta manera el Quijote, entonces también lo es escribir una obra mejor, para nosotros, que el Quijote o cualquier otra de las que existen.

Pero Borges fabulaba, como de costumbre: no es posible reescribir el Quijote. Sí es posible, en teoría, escribir algo que nos proporcione un placer semejante al Quijote. Es posible reescribir a Sancho, reescribir el episodio de los molinos o el de la ínsula (empiece su nombre por B o por Y, se ubique en Aragón o en Sumeria). No con la misma secuencia de letras y caracteres, no en la misma ristra de acontecimientos y refranes sanchopancescos, sino en espíritu, en la emoción o el mensaje. Es posible aproximarse al Quijote, o a cualquier otra obra, a través del placer estético, el arquetipo, el estereotipo, el arco, la moraleja. Sin conocer el Quijote, o recordándolo —como Menard— de la infancia, o incluso odiándolo desde la escuela, podemos crear una historia que nos inspire como lo haría el Quijote, que nos genere idénticas reflexiones, goce, horror, apatía… Poblada por personajes que, si bien no llevan las mismas vestiduras ni se encuentran en los mismos parajes, cumplen las mismas funciones en el mismo orden.

Pierre Menard

Manuscrito de Pierre Menard, autor del Quijote.

 Si es posible imitar de esta manera el Quijote, entonces también lo es escribir una obra mejor, para nosotros, que el Quijote o cualquier otra de las que existen. Esa historia es una posibilidad reservada para cada uno de nosotros, y leer es sólo una forma de ahorrarse este esfuerzo, de circunvalar la obra que nos mereceríamos. Cervantes murió hace más de cuatro siglos: yo podría, en teoría, escribir algo que me tocara aún más en hueso, que elevara mi placer cervantino a unas alturas superiores a las que Cervantes puede llevarme desde su siglo y temperamento. Yo podría sintetizar la droga perfecta para mí, sin una página (para mí) de relleno, sin un párrafo (para mí) aburrido, sin una frase (para mí) confusa, sin una sola palabra que buscar en el diccionario. 

Si leer literatura es un acto imperdonable, un desprecio indolente de uno mismo y sus potencialidades, leer no ficción es un desprecio de todo lo demás.

En lugar de producir esa obra u obras definitivas, nos conformamos, perezosos, con la infinidad de sucedáneos que otros firmaron. Concienzudamente escudriñamos estos sucedáneos en busca de los fragmentos que mejor nos encajen, desoyendo el llamado de abandonar esta mendicidad y ponernos a fabricar la obra que andamos buscando. Desde este punto de vista, los géneros literarios son la muleta del lector. Con su promesa (no siempre veraz) de ciertos escenarios y experiencias familiares, los géneros nos ayudan a maximizar nuestra holgazanería. El lector “de género”, que se precia de su especialización, su paladar y criterio, debería reconocer que simplemente ha encontrado un formato que le vale, que le “hace el apaño”, y que ha preferido dejar de buscar ahí fuera. El más perezoso de los lectores, esto es, el más perezoso de los perezosos.

Si leer literatura es un acto imperdonable, un desprecio indolente de uno mismo y sus potencialidades, leer no ficción es un desprecio de todo lo demás. Mientras que la ficción comercia con ideas, sensaciones o emociones, el ensayo analiza (afirma analizar) el mundo exterior que compartimos. Leer el análisis del mundo de otra persona supone ahorrarse el esfuerzo, la agudeza, la determinación de analizar por uno mismo. Aún peor, al remitirse a una realidad común al autor y el lector, el análisis termina usurpando para el lector el lugar de la realidad analizada, que no volveremos a mirar con los mismos ojos, que no volveremos a pensar sin las categorías del análisis leído. Mientras que leer ficción —en lugar de escribirla— supone delegar un deber, leer un ensayo supone delegar un mundo.

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