Mientras el Teatro La Fenice atraviesa una de las semanas más agitadas de su historia reciente, con la polémica aún viva por la discutida designación (por voluntad esencialmente política por la derecha de Giorgia Meloni al poder en Italia) de Beatrice Venezi como nueva directora musical estable, la figura de Riccardo Muti vuelve a erguirse como símbolo de solidez y memoria. El maestro napolitano con su presencia, al frente de la Orchestra Giovanile Luigi Cherubini, devuelve por unas horas el tono de autoridad y de verdad artística que muchos temen ver diluido en medio de la confusión institucional. La protesta de los músicos de la orquesta de La Fenice, respaldada por las principales orquestas de los teatros líricos italianos —de La Scala al Regio de Turín, del Comunale de Bolonia al San Carlo de Nápoles—, ha adquirido el valor de una defensa colectiva de la competencia, la experiencia y el mérito como fundamentos del arte.
No se trata de una cuestión personal, sino de principios: del respeto a una profesión que no admite improvisaciones ni favores políticos. En ese sentido, la reacción del cuerpo orquestal ha recordado al público que la excelencia no se decreta, se conquista con estudio, disciplina y años de escenario. En este clima de desconcierto, el regreso de Muti adquiere un significado más profundo: no solo musical, sino moral. Su batuta, alzándose de nuevo en la sala de Campo San Fantin, restableció por una noche el orden perdido. Frente al ruido y la superficialidad del presente, la música —la verdadera música— recupera su lugar como ejemplo de rigor, herencia y servicio.

Riccardo Muti y la Orchestra Giovanile Luigi Cherubini en el Teatro La Fenice. © Michele Crosera.
El programa elegido por Muti parece responder, con la discreción que le es propia, a este mismo anhelo de orden y de equilibrio. Entre Beethoven y Mozart —dos polos de la razón musical europea— se dibuja un recorrido que es casi una declaración de principios. Desde los primeros compases de la Obertura Coriolano de Beethoven, Riccardo Muti impuso ese control férreo y esa claridad estructural que definen su estilo. Nada quedó al azar: las dinámicas, las pausas, la articulación, todo respondía a un ideal de precisión casi arquitectónica. Pero tanta perfección tuvo un precio. El Beethoven del director italiano, impecable en su forma, resultó algo distante, privado de esa tensión orgánica que debería atravesar la obertura como un impulso vital. Fue más una demostración de rigor que un drama en movimiento.
El tono cambió con el Concierto para flauta n.º 2 de Mozart, donde el maestro pareció encontrar un terreno más propicio a su refinamiento. Karl-Heinz Schütz (primera flauta de la Filarmónica de Viena) tocó con elegancia y transparencia, y el director napolitano supo acompañarlo con una orquesta de líneas limpias y fraseo contenido. Aquí, su obsesión por el control se convirtió en virtud: todo sonó equilibrado, respirando una serenidad luminosa que, sin perder autoridad, ofreció una belleza de trazo fino, casi camerística. Fue el momento más logrado de la velada, una demostración de cómo la disciplina puede transformarse en gracia.

Un momento del concierto de Riccardo Muti en el Teatro La Fenice. © Michele Crosera.
En la Séptima sinfonía de Beethoven, sin embargo, la balanza volvió a inclinarse hacia el exceso de medida. Todo fue exacto, ponderado, formalmente irreprochable, pero falto de esa electricidad que convierte esta sinfonía en una celebración del movimiento. El «Allegretto» fue sin duda lo mejor; se sostuvo sobre un legato impecable, consiguiendo esa respiración trágica que conmueve con el avanzar de los compases. Por lo contrario el primero y los dos últimos movimientos, de impulso más danzante, parecieron avanzar con el freno puesto. Fue un Beethoven admirable en su pureza, pero congelado, más contemplado que vivido.

Riccardo Muti saluda el primer violín de la Orchestra Giovanile Luigi Cherubini en el Teatro La Fenice. © Michele Crosera.
Curiosamente, la emoción llegó con las propinas. En las oberturas de Nabucco de Verdi y Norma de Bellini, Muti soltó la mano, dejando fluir a la Orchestra Giovanile Luigi Cherubini con más espontaneidad y teatralidad. Allí emergió el Muti comunicativo, el que conoce los secretos del gesto y la respiración dramática. La orquesta respondió a lo largo de todo el concierto con energía y frescura, aunque su sonido —aún compacto y disciplinado— carece todavía de una personalidad tímbrica plenamente formada. El entusiasmo del público alcanzó su punto máximo al final de la velada, pero Muti, con una media sonrisa irónica, puso fin a la noche con su habitual elegancia: “A dormir”. A sus ochenta y cuatro años, el maestro napolitano sigue siendo un león del podio y, sobre todo, un paciente artesano del porvenir. La Cherubini es su legado vivo, el taller donde la ética se convierte en música.
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