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Cultura

Moriarty y compañía: «old haters» y discurso del odio

En Hermosos y malditas, Cultura martes, 2 de mayo de 2017

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

Moriarty, profesor universitario, brillante matemático y sofisticado criminal odiaba alegremente a Sherlock Holmes. Su odio ocupó la parte más importante, hermosa y madura de su vida. Lo odió con constancia y fría inteligencia. Tal era la cepa malandrina y empecinada que corría por su sangre.

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Al otro lado de la página, William Faulkner detestaba a Hemingway y a Mark Twain, Twain no soportaba, por su parte, la lectura de Jane Austen. Dicen que a Charlotte Brontë también la tenía entre ceja y ceja y le dedicó palabras aladas cargadas de inquina y de maldad. Norman Mailer odiaba, sin resquicios, a Gore Vidal. Truman Capote despreciaba a Jack Kerouac. Al parecer, Henry James aborrecía la prosa, y no sé si también la figura misteriosa, de Allan Poe.

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El bueno de Vonnegut entre Mailer y Vidal.

Si seguimos con la nómina de odiadores en el territorio literario, dicen que a Virginia Woolf le gustaba arremeter de repente contra James Joyce. Joseph Conrad no aguantaba a D. H. Lawrence. Había algo en Dostoievski que provocó, como resulta bien sabido, el odio florido, talentoso y decorado con mariposas de Vladimir Nabokov.

El filósofo político e inventor de palabras Jeremy Bentham, cuya momia aún decora el University College de Londres, odiaba en un silencio racional y recogido a Jean-Jacques Rousseau, es comprensible, porque Rousseau era falso e insufrible, al modo de esos poetas empeñados de repente en arrancarse a recitar y a participar con inquietante  tenacidad en los sórdidos concursos de poesía de todos los ayuntamientos del país.

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Hay un odio propio de los limítrofes, hay un odio callado, hay un odio constante. Hay un odio contra la vida arrellanado en la cara oculta del corazón. Hay un odio que se ignoraba y de repente estalla sin control. Hay un odio lúcido de uno para con uno. Hay un odio anónimo, que en realidad no es propio de la red (los haters existían antes de la invención de Internet, porque el problema no es la tecnología sino los seres humanos). Hay un odio relacionado con el éxito (Almodóvar y Amenábar). Hay odio entre rivales escapistas (El prestigio, Christopher Nolan, 2006). Hay un odio propio de poetas (más aburrido y prosaico que el que hubo entre Góngora y Quevedo). Hay un odio que atraviesa la Historia con mayúscula (San Martín y Bolívar) y las vicisitudes individuales de sus soldados, como en Los duelistas, aquel film de Ridley Scott, sobre dos húsares enfrentados a lo largo de sus días (Feraud y Armand d’Hubert). O, en otra variante del trastorno duelista-obsesivo, entre los ajedrecistas Karpov y Kasparov.

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Hay un odio privado y otro público. Hay un odio feliz y otro peligroso. Creo que el odio privado, el odio entre particulares, por así decir, es más interesante que el odio que algunos individuos sienten hacia otros grupos de seres humanos. La historia está sembrada de cadáveres y gritos afónicos por decirlo con W. G. Sebald: solo en el siglo XX podemos contar miles, cientos de miles, millones de asesinados, perseguidos y humillados gracias a palabras cargadas de odio contra judíos, negros, gitanos, homosexuales… En nuestro país se sigue tratando a la mujer como a una cosa y a las personas que vienen del Magreb se les para en todas las estaciones de tren.

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La valiente Dorothy Counts, rodeada de odio, entrando a clase

Es por ello, para evitar que la historia de la persecución y estigmatización de grupos que han padecido el odio y todo tipo de desventajas se perpetúe, que en la segunda mitad del siglo XX (cuando aún se metía en la nariz el olor dulzón y el humo negro de la gran matanza), se incluyó en los grandes textos jurídicos y políticos (uno de los mejores logros de nuestra extraña especie) la prohibición de incitar al odio. El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos establece (artículo 19. 2) que Toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia estará prohibida por la ley. El artículo 4 de la Convención Internacional para la Eliminación de todas las formas de Discriminación Racial puso límites a los excesos estúpidos o malignos de la libertad de expresión. En nuestro país, el artículo 510 del código penal prohíbe que se fomente, promueva o se incite directa o indirectamente al odio, a la hostilidad, a la discriminación contra un grupo o una persona por motivos racistas, antisemitas, ideología, religión o creencias, situación familiar, origen nacional, sexo o identidad sexual, enfermedad o discapacidad. Mis colegas, Óscar Pérez de la Fuente y el profesor Andrés Gascón han trabajado admirablemente esta cuestión.

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Por mi parte, creo que sólo quería hacer memoria aquí del odio entre particulares, un odio que siempre me ha parecido muy gracioso, al contrario del odio contra los grupos que históricamente han sido preteridos, esclavizados, perseguidos o masacrados. Hay un odio digno y entre iguales en la ficción de Moriarty y Holmes, un odio… elevado. A diferencia del odio cutre, cobarde e ignorante contra quien se encuentra en minoría, es diferente o está en una posición más débil.

Hay políticos que creen que la protección contra el odio está pensada para ellos o que, de alguna forma la pueden aprovechar, pero en realidad la protección contra el discurso del odio no va por ahí. Los políticos ya tienen su propia protección, quizás mayor que la del resto de ciudadanos. La cautela contra las palabras que empujan a detestar está pensada para aquellos que de hecho padecen la terrible trama de una historia que no acaba: la del miedo, el prejuicio y la exclusión. Protagonistas a su pesar de un libro interminable y gris peor aún que las fobias y los concursos de poetas.

Hermosos: Relatos de Conan Doyle.

Malditos: discursos del odio.

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