En 1959, el estreno de Mirando hacia atrás con ira (Look Back in Anger), la película de Tony Richardson, a partir de una obra de John Osborne, suponía el reflejo de un tipo de descontento social que tenía que ver con la experiencia de la desigualdad y la idea de que la rígida estructura de clases no traducía lo que la gente de verdad se merecía.
El dedo del cine —la forma de narrar, construir y derruir los mitos sobre los que orientamos nuestras acciones desde el siglo XX— señalaba la ilusión de la justicia social.
Richardson formó parte del Free Cinema, un movimiento cinematográfico británico de breve, pero intensa existencia que tuvo lugar a finales de los años 50 y se caracterizó tanto por su estética gris y realista de aire documental como por un marcado compromiso con lo que en el ámbito académico se llama «justicia social», esto es, la aspiración a un tipo de sociedad decente y mínimamente cohesionada donde la gente puede desarrollar sus capacidades y aprovechar ciertas oportunidades referidas a bienestar, educación y empleo: las películas de Jack Clayton, A Room at the Top (1959), Karel Reisz, Saturday Night, Sunday Morning (1960), Lindsay Anderson This Sporting Life (1963) o John Schelesinger A Kind of Loving se empeñaban en mostrar el rostro gris de la esperanza, las barreras sociales, las experiencias reales de la clase media y obrera.
El nombre de Osborne, por su parte, quedó asociado al grupo de los jóvenes enfadados o iracundos, Angry Young Men, una serie de escritores venidos del teatro entre los que destacaron Allan Sillitoe, Bernard Kops o el mismo Kingsley Amis que supieron expresar la amargura de unas clases bajas (o de acuerdo con la descripción que éstas hacen de sí mismas trabajadoras) que empezaban a percibir aquello que el sociólogo también británico T. H. Marshall describió como límites de la desigualdad material legítima en el seno de la ciudadanía: que las diferencias no deben ser muy profundas ni generar el sentimiento en el pobre de que no lleva la vida que merece.
Si el sentimiento de enfado iba dirigido a finales de los años 50 a los excesos de rigidez del sistema de clases y a las barreras invisibles asociadas a éste (cuando no a la idea, paradigmáticamente expresada en If, de Lindsay Anderson, de que los mayores que tienen el poder y la autoridad no son mejores que los jóvenes a quienes educan), algunas décadas más tarde, esa ira dio paso a fue un sentimiento de tristeza y dolor ante la forma en que el ideario neoliberal se cebó con las clases populares en Inglaterra y más allá. El cine de Ken Loach sentó las bases de una nueva narrativa centrada en el solapamiento de vicisitudes, que en mi opinión rayaba en cierta pornografía del pobre y que tuvo en algunos filmes de Alejandro González Iñárritu (Biutiful) su expresión más excesiva y miserabilista.
La crisis financiera de 2008 supuso, entre otras cosas, el conocimiento del tipo de vida hiperprivilegiado de los causantes de la debacle económica, su falta de atributos meritocráticos y la obscena hipocresía latente en un tipo de economía negativa o de casino que no tenía nada que ver con el riesgo personal, el talento o el esfuerzo. El documental Inside Job de Charles Ferguson explicó magistralmente los motivos de la crisis y películas como The Flaw (David Sington, 2011) o The Big Short (Adam McKay, 2015) una realidad tan despiadada como cómica, tan ridícula como cruel.
Si el precio de la crisis fue pagada por aquellos que solo podían aspirar a ver desde el gallinero el ridículo teatro del poder del dinero y la avaricia, la sensación de que los causantes y grandes beneficiados se habían ido de rositas acabó por dejar una suerte de fundamento o de trasfondo sobre el cual podían levantarse las alegorías más radicales (el tren socialmente dividido en en Snowpiercer de Bong Joon Ho) o la distopía más radical, el Elyseum de Neill Blomkamp.
Junto al cambio climático, el principal problema que en términos de justicia tiene nuestro planeta es la extrema desigualdad (sobre sus efectos sobre la justicia y el desarrollo es imprescindible leer a Tony Atkinson), ambos han crecido hasta el punto de volverse irreversibles. Quizás por ello, el insoportable contraste entre las existencias más frívolas y las más terribles unido a la conciencia de la falta de valores de la burguesía o la ausencia de méritos (de legitimidad sustancial) de los dirigentes, propietarios o grandes fortunas está en la base de tres de las mejores películas de este mismo año: Parásito (de nuevo Bong Joon Ho), la devastadora Joker de Todd Phillips o la mejicana, dirigida por David Zonana, Mano de obra, una de las mejores películas que se pudieron ver en el reciente Festival de San Sebastian.
En Parásito su protagonista conoce lo suficiente el tipo de vida y el perfil de su empleador como para saber que la idea que éste tiene de él es del de ser un tipo pobre pero respetuoso «que huele mal». El alcaldable de Joker es una bestia insensible y soberbia y el público se alegra cuando le pegan un tiro. El estupendo actor de Mano de obra (Luis Alberti) encarna a un personaje ya no airado o indignado sino enrabietado hasta el punto de volverse con mímesis y naturalidad (al igual que el Joker) un perfecto criminal.
Las tres tienen en común el hecho de partir de ese estado de cosas que el sociólogo T. H. Marshall al que citábamos atrás situó como límite de la desigualdad admisible en el seno de la ciudadanía: las distancias socioeconómicas ya son excesivas y la gente siente que lleva una vida (de mierda) que no se merece pero reflejan inquietantemente el tránsito del descontento a la indignación, de la indignación a la rabia y de la rabia a la violencia… ¿justificada?
Hermosos: breves aires cinematográficos de libertad (el Free Cinema).
Malditas: enormes desigualdades económicas.
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