Viajes en la senectud, aventuras de medianoche y otras experiencias, en tres nuevos microrrelatos de Ángel Pontones.
EL MUNDO EN SUS MANOS ARRUGADAS
El señor Ilse cumplía 83 años la misma mañana ventosa que desembarcaba en Amalfi. Aunque escogió la cala mejor escondida del litoral, ésta ya estaba plagada de turistas de última hornada. El asistente que le había recibido era moreno y alto, muy servicial, totalmente opuesto a la estudiante cuadriculada que le acompañaba momentos antes por Montparnasse. Ilse mojó apenas los pies en un turquesa que recordaba sucio. Antes de secárselos, ya repasaba mentalmente el programa del día que incluía “Tesoros del Hermitage”, “Almuerzo en el Bósforo” y “Atardecer en el mirador de las Petronas”. Eso si podía ver algo a través de la masa de ancianos que disfrutaban como él de la revolución que había traído consigo la teleportación. Revolución que solo ellos gozaban, debido al índice nada despreciable de siniestros por volatilidad lo que, aunque no venga al caso, preparaba otra revolución más farragosa, la de los seguros de vida.
CADA NOCHE
Naricilla respingona y cuerpazo de escándalo eran condiciones necesarias para prosperar en “La mantis azul”. La que ahora se aproximaba con un satén ceñido a su piel como una erupción cutánea, llevaba la palabra “problemas” pintada en su frente. No tenía aún decidido qué ofrecerle cuando a mi izquierda detecté el crujido nervioso de un cerrojo de automática. Tiempo justo para esconderme tras la barra resbaladiza y ver desvanecerse en confetti de vidrio todo el pipermín del mostrador. Los pasos apresurados y el revólver que había dejado en consigna me dejaban pocas alternativas. Debo la vida (una vez más) al llanto inconfundible de Carlitos al despertarse.
SINGULARIDAD
Era una de las primeras veces que viajaba por mi cuenta, tras independizarme de mi marido (un tren sin paradas). Cicatrizándome en la cubierta del crucero que aparcaba ante el blanco nuclear de las casas de Santorini, me sorprendí echando de menos compañía entre una multitud bien avenida, pensando en el error de planificar el viaje como una terapia y no poder sacarle así toda su trascendencia. Hubo que recurrir a un calzado inapropiado y a más de un tropiezo entre los escalones de Thira, para empezar a tomarle el gusto a no saber quién me ayudaría a levantarme.
©Ángel Pontones
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