La expectación era inmensa, el nombre de Francis Ford Coppola en los créditos de Megalópolis ya arrancó aplausos en el pase de prensa del 77º Festival de Cannes. Sin embargo, el resultado no pudo ser más desolador, ya que una larguísima, aburrida e incoherente retahíla de pretenciosidad y desvarío dejó al público anonadado, aunque la brecha abisal que se abrió en su filmografía tras Drácula (1992) permitiera prever el fiasco.
Con más estrellas que en el firmamento, algunas brillantes en su caricatura, como es el caso de Aubrey Plaza (Wow Platinum) o Giancarlo Esposito (el alcalde Franklyn Cicero), bien defendiendo el estandarte como Jon Voight (Hamilton Crassus III) o tomándose ridículamente en serio su papel de Caesar Catilina (Adam Driver) —y nos quedamos sin palabras para la interpretación y escritura del personaje que encarna Shia LaBeouf—, Megalópolis resulta un empachoso combinado, cuya deliberada y desesperada búsqueda de originalidad provoca una de las peores resacas.
La comparación del estado de la Unión con el imperio romano, su decadencia y la chispa de esperanza en un mundo mejorable, incluida la onomástica romana de cómic, las referencias shakespearianas, junto a una estética retrofuturista, que fusiona el art deco con el delirio Versace de los nuevos ricos, en una hemorragia de dorados, grecas, y una catarata de clichés y sinsentidos (como los poderes paranormales de Caesar Catilina) es tan poco efectiva como sus efectos especiales, aportando todo junto una errática sensación de falta de ritmo, de decisión, de acumulación de recursos e ideas (hasta géneros) sin filtro, que beben de demasiadas fuentes sin llegar a crear una narración nueva, original, que vehicule con éxito una noble voluntad de crítica política. El drama histórico, la tragedia personal, la avaricia, la codicia política, la ambición de la periodista despiadada, la degeneración de los descendientes, el sexo venal se trenzan, funden y explotan desactivando mutuamente toda capacidad de emoción, empatía y admiración por parte del espectador, que no puede más que desear ponerse al abrigo de tal bombardeo
Catilina se parece demasiado a un personaje de Ayn Rand y le falta “carne” para que aplaudamos sin reservas al héroe arquitecto ganador del premio Nobel, salvador del imperio, a pesar de su alcoholismo y pies de barro. La historia de amor y redención huele tanto a naftalina como el resto de tramas y sobran dedos en una mano para contar los mínimos momentos en que no deseamos levantarnos de la butaca a lo largo de esos 138 minutos que solo nos mantienen atentos a la pantalla por una extraña mezcla de nostalgia de la excelencia y esperanza en que algo vaya a mejor.
¿Y qué decir de la voz en off? El narrador pretencioso con su tono apocalíptico nos prepara para una película de superhéroes —comprobadlo en el tráiler—, no sabemos si va en serio o en broma, si pretende impresionarnos o hacer un alarde de ironía. Sin embargo, la primera escena de Megalópolis nos deja expectantes y… minutos después, ya está todo sentenciado en una película bizarra, que no llamaremos inclasificable, pero sí caducada. Escrita en los años 80, tras la bancarrota de Corazonada, comenzó la pre-producción en 2001, para detenerse en 2007 y retomarse en 2019, pero el espíritu creador que la inspira no es el de un Godard, Varda o Bellocchio.
Quizá hubiera sido incomparablemente más audaz contar la historia de un anciano que ha visto días mejores, que ha roto todos los esquemas de un negocio millonario en su juventud, desafiando al establishment hollywoodiense en un pulso del que salió vencedor, oscarizado y venerado. Ese relato de una carrera que abandonó el nuevo camino del éxito —una senda inexplorada que iba inventando junto a sus compañeros de generación, mientras lo filmaban—, para volver a empezar con la libertad que da la fortuna recuperada y la independencia habría sido la película que me hubiera gustado ver. Seguir la evolución de Francis Ford Coppola, desde Jack (1996) hasta Megalópolis (2024), el riesgo, la aventura empresarial al margen de la industria, el apoyo a la carrera de su familia, y la arrogancia de una apuesta personal (120 millones de dólares) en un alarde de mesianismo, con una inversión que podría haber encontrado un destino mejor, sería también la crónica de un imperio (artístico) en decadencia, que se aferra a un mundo que no existe dentro de un universo creativo que ha involucionado.
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