La Octava Sinfonía de Gustav Mahler es sin duda, no solamente una de las obras maestras del repertorio sinfónico, sino también la más ambiciosa de su compositor. El mismo Mahler llegó a escribir: Nunca he escrito nada similar, en el contenido, en el estilo es algo completamente diferente a mis anteriores trabajos, y seguramente la obra más grande que he hecho”. De hecho, la sinfonía en mi bemol mayor tiene unas dimensiones de orgánico que dejan sorprendido cualquier espectador que entre en la sala para escucharla: una amplia orquestra con todo tipo de instrumentos (incluido un órgano y un piano), dos extensos coros mixtos, un coro de voces blancas y ocho solistas. Por este motivo la obra se conoce también como “Sinfonía de los mil” pese que nunca se llegue este número de ejecutores, ni siquiera cuando de estrenó bajo la dirección del mismo compositor en 1910 en la Ausstelungshalle de Múnich (el orgánico llegó en esa ocasión a 876 músicos) frente a personalidades como Richard Strauss, Thomas Mann, Stefan Zweig, Arnold Schönberg, Anton Webern, Alfredo Casella, Bruno Walter y Leopold Stokovski.
Basada en el tema del amor creador, visto bajo múltiples formas, la Octava está compuesta de dos colosales secciones: la primera coral, de carácter exquisitamente contrapuntístico, sigue el texto del himno pentecostal del Veni Creator Spiritu atribuido a San Rabano Mauro, erudito carolingio arzobispo de Maguncia, mientras que la segunda pone en música la última parte del Fausto de Goethe donde ocho anacoretas, hombres y mujeres, se reúnen para celebrar el eterno femenino en un lugar que al perecer podría evocar las alturas del monasterio de Monserrat. En esta segunda parte, Mahler opta por una estructura formada por un largo preludio instrumental al que siguen veintidós secciones encomendadas a los solistas y a los tres coros.
La Octava Sinfonía estuvo ausente de La Scala de Milán durante más de cincuenta años, con tan solo dos ejecuciones: una en 1962, bajo la batuta de Hermann Scherchen, y otra en 1970 con Seji Ozawa como director. El actual titular de la orquesta del teatro, Riccardo Chailly (un verdadero especialista en el repertorio mahleriano) ha tenido el mérito de devolver nuevamente esta fundamental composición a la audiencia milanesa en tres conciertos entre el 18 y el 20 de mayo. Utilizando una gestualidad enérgica y muy precisa, Chailly optó por una lectura majestuosa, solemne, pero también muy meditada de la obra. Analítica, por como sacó a la luz el complejo entramado polifónico de la primera parte, lírica en las secciones estáticas que caracteriza la segunda. En esta sección —sin duda la más lograda de una obra que, por su monumentalidad y complejidad, no siempre alcanza la perfección de otras sinfonías de Mahler— el director milanés logró alcanzar un excelente equilibrio entre materialidad y metafísica, tripudiante alegría visionaria y refinados momentos instrumentales, así como entre impetuosos momentos basados en un arrebatador estruendo sonoro y pinceladas llenas de brillante luminosidad, hasta llegar con una grandiosidad embriagadora al majestuoso coro místico con que termina la obra.
Impecables todos los intérpretes, empezando por la Orquesta del Teatro alla Scala, en verdadero estado de gracia, sin olvidar los coros del Teatro alla Scala dirigido por Alberto Malazzi, el del Teatro la Fenice de Venecia dirigido por Alfonso Caiani y el de voces blancas bajo la guía del veterano Bruno Casoni. Excelentes todos los solistas. Ricarda Merbeth fue una soberbia Magna Peccatrix mientras que la húngara Polina Pastirchak consiguió una delicada Una Poenitentium. Luminosa y cristalina fue asimismo la Mater gloriosa de la soprano suiza Regula Mühlemann. El contralto Wiebke Lehmkuhl (Mulier Samaritana) se desmarcó por su voz terciopelada, dúctil y sedosa, mientras la mezzo alemana Okka von der Damerau fue una cautivante Maria Aegyptiaca. En la sección masculina destacó el tenor Klaus Florian Vogt (Doctor Marianus). Pater ecstaticus fue el barítono Michael Volle, que demostró una excelente forma de frasear el texto de Goethe, así como lo hizo el bajo estonio Ain Anger (Pater profundus).
Éxito contundente para todos al finalizar la velada en la sala del Piermarini que para la ocasión presentaba una nueva cámara de resonancia en el escenario, primer paso de una general remodelación de la acústica que afectará el teatro a lo largo de este y del próximo año.
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