Cine y Series

Los mejores baños de nuestra vida

En Hermosos y malditas, Cine y Series martes, 18/11/2025

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

El primer baño cinematográfico que guardo en la memoria es el de Brooke Shields y Christopher Atkins en la cándida y kitsch El lago azul (Randal Kleiser, 1980): dos adolescentes descubriendo el deseo en un paraíso sin historia, como si el mundo acabase de amanecer. Al parecer, aquel baño cristalino —metáfora de la inocencia y del asombro— quedó trenzado al recuerdo de mis tíos Paco y María Amparo, los primeros novios que conocí. ¿Tendrían la misma edad? No lo sé. Hace años que Paco murió, pero cuando lo recuerdo, lo veo suspendido en ese azul inmóvil, flotando en la materia leve de un tiempo que ahora se disuelve,  (perdonen el tono, pero quería a mis tíos y recuerden que el título de este blog se debe precisamente a Scott Fitzgerald).

Hay baños que purifican y baños que despiertan. Los primeros lavan la culpa; los segundos revelan la naturaleza animal que el tiempo civilizado intenta borrar. En Border (Ali Abbasi, 2018), otro de nuestros baños favoritos, Tina se sumerge precisamente en ese segundo tipo de baño. Funcionaria de aduanas, conocida por su precisión casi sobrenatural, posee un olfato capaz de detectar la vergüenza o el miedo adheridos a la piel ajena. Su don parece infalible hasta que Vore rompe el flujo ordinario del puesto de control. El agua en Border convoca. Bajo la lluvia, en el lago, en la humedad de la tierra, Tina descubre no sólo el deseo, sino una forma de identidad que trasciende lo humano. Es un baño que devuelve al origen, a la carne anterior a la vergüenza. Allí donde los mitos se confunden con los cuerpos y ser salvaje significa llegar a ser quien se es.

Hay baños románticos que no mojan de verdad, baños suspendidos en el aire que existen en la superficie del celuloide para detener un sueño que se dispone a evaporarse por la cansina fuerza de lo real. En My Mexican Bretzel (Nuria Giménez Lorang, 2019), el agua es un cristal que refleja la vida soñada de Vivian Barrett, una mujer de la alta sociedad cuyos diarios íntimos acompañan las filmaciones domésticas de su marido, León, un industrial próspero que registra imprudentemente su existencia.

Border (Ali Abbasi, 2018)

En Roma (Alfonso Cuarón, 2018), Cleo avanza entre olas que amenazan con tragársela mientras rescata a los hijos de su patrona: el mar convertido en fuerza moral.  En The White Lotus (Mike White, 2021), las piscinas del resort son espejos de un inquietante capitalismo emocional. En Aftersun (Charlotte Wells, 2022), un padre y su hija comparten una zambullida, como un último gesto de ternura antes de la pérdida. En La peste de Albert Camus, el doctor Rieux se baña tras una jornada de lucha y compasión: un baño de dignidad frente al absurdo, una marea interna de solidaridad.

Y hay baños —los más inquietantes— que no purifican ni reflejan, sino que disuelven. En la bañera sin agua de Upstream Color (Shane Carruth, 2013), la identidad se descompone, el cuerpo deja de ser límite y se mezcla con lo sintiente. En el poema de Carruth, hipnótico y metafísico, el baño nos hace desaparecer en las corrientes de lo eterno.

My Mexican Bretzel Baños

En El nadador (Frank Perry, 1968), Burt Lancaster atraviesa los suburbs de Connecticut como un Ulises en slip, decidido a volver a casa nadando de piscina en piscina. Cada baño supone una escala en su viaje por la improbable e hipnótica América del bienestar: cloro, cócteles y descomposición moral. Las piscinas, idénticas y distintas, reflejan un sueño americano ya deshilachado, con dignidad trágica y aire de John Cheever. En Moonlight (Barry Jenkins, 2016), el baño no es un gesto de deseo sino un acto de consagración íntima. Juan —dealer y figura paterna al borde del mito— enseña a Chiron a flotar. La escena ocurre en el mar, pero es, en realidad, un baño bautismal.

Si repaso los mejores baños de mi vida más allá del cine como expresión cultural, me viene a la cabeza la noche en que encontré muerta a mi gata. Después de envolverla con cuidado en una manta, cogimos el coche y nos la llevamos a enterrar. Era un claro en el bosque que nos gustaba especialmente y a la vuelta nos pusimos «Only Lonely Lovers» el himno reconstituyente de Pure Bathing Culture.

Flotan lentejuelas en el azul claro del agua, escribe Foster Wallace en «En lo alto para siempre», y en ese relato (nuestro preferido) cabe toda la pubertad y todo lo que adolece. El baño se antoja el salto a la vida, no, mejor a su instante previo: ese limbo tibio, a las cinco de la tarde, donde la luz se disuelve, y el cuerpo cambia y la piel empieza a no saber dónde termina. La piscina pública de Tucson, con su cloro dulzón y sus megáfonos metálicos, se dibuja como el escenario químico del despertar: un laboratorio del deseo no buscado, del miedo y de la vergüenza. El chico, suspendido en la escalera del trampolín, no se lanza al agua sino al tiempo. La suya es una caída detenida, acaso solo aplazada, un resplandor antes de perder la inocencia. Wallace convierte el baño en un punto de fuga: una frontera azul donde se evapora la infancia, un espejo líquido en el que todos alguna vez nos hemos mirado con horror y extrañeza antes de atrevernos a saltar.

Hermosos: baños en las playas de la niñez.

Malditas: colillas en la arena.

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