El hilo invisible que une los desastres de Tim y Jeff Buckley, padre e hijo, a través de la música y a pesar de la distancia.
Muchas veces, resulta extremadamente complicado descifrar el origen de la voluminosa madeja vital, en la que a menudo se convierte la cruel existencia del ser humano. Uno no sabe si el azaroso destino es, eso, puro azar, o si realmente existen inercias y tendencias individuales que empujan desde lo subterráneo de uno mismo hacia un lugar u otro. ¿Escuchaba pop porque estaba triste, o estaba triste porque escuchaba pop? La perpetua disquisición Hornbyana necesita la intervención de la ciencia para dirimir, de una vez por todas, si el destino es algo incontrolablemente caprichoso, o si realmente lo que sucede es que hay quien alberga el desastre entre los requiebros de su propio ADN.
En el caso de los Buckley, el verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, que decía el Evangelio de San Juan. Las vidas de Tim y Jeff Buckley, con el eje común de Mary Guibert, la mujer en el ojo del huracán, son dos ejemplos sobre los que edificar la santa creencia de que, en efecto, el desastre es hereditario; ambos, padre e hijo, lo certificarían güija mediante. Su historia es, también, un ejemplo evidente del pecado de los padres expiado a través de los hijos. Tim, hijo de un militar con una azotea poco transitada, arrastró las consecuencias de una controvertida figura paternal hasta las últimas consecuencias.
“Con un padre como este hombre”, escribía Jeff Buckley en agosto del 95 en su diario, “no hay duda de por qué Tim Buckley tenía miedo de volver a mí. Estaba tan asustado de ser mi padre porque su único ejemplo de paternidad era un lunático con una placa de acero en la cabeza”. En el diario del Buckley de fin de siglo, recuperado para el libro Dream Brother. The Lives and music of Jeff and Tim Buckley (2001) de David Browne, el músico se expresaba con cristalina sinceridad: “sé que debió de cagarse por las patas abajo sólo de pensar en que podía convertirse en alguien como su padre; cagado por acabar tratándome como su padre le trató a él y a su familia. ¿Puedes imaginar esa angustia? ¿Esa inútil tortura de mierda día tras día?”.
Tim Buckley y Mary Guibert se casaron con 18 años; antes de que Buckley pudiera saborear las breves mieles del éxito que la historia de la música le tenía reservadas. Y lo hicieron, en parte, porque ambos tenían la sospecha de que ella estaba embarazada. Y no. Paradójicamente, el matrimonio duró un año y fue sentenciado mientras ella estaba embarazada: un mes antes del nacimiento de su primogénito, Jeff Buckley, firmaron el divorcio. Ese octubre de 1966 coincidió, además, con la salida a la venta del primer disco de Tim Buckley: un apasionado ejercicio de folk-rock en el que Buckley aún se rodeaba de sus amigos de instituto en Anaheim, Larry Beckett y Jim Fielder. Beckett sería durante años su escudero en las letras.
“Se fue a dar unos conciertos a Nueva York y decidió que ya no iba a volver a ser marido”. Así lo recoge David Browne en su libro, a través de una carta que Jeff Buckley escribió en 1990 y jamás envió. Tal cual. Desde 1966 hasta su desgraciada muerte en 1975, Tim Buckley vagó por diferentes estados sentimentales, artísticos y geográficos. El anímico siempre fue el mismo, o al menos siempre estuvo marcado por una constante más o menos latente: la insatisfacción y la frustración por no encontrar el lugar. Tras el éxito de sus primeras dos referencias, sobre todo del aclamado “Goodbye And Hello”, Buckley inició una etapa de evolución musical que fulminó casi de un plumazo lo conseguido en un par de años.
Al tiempo que la figura artística de Tim Buckley crecía con policromía, la vertiente humana languidecía por el abandono de sus fans y su propia discográfica. “Happy Sad”, en 1969, marcó el inicio de la evolución de Buckley: de la aceptación mainstream de su folk-rock inicial, a la tibieza del público para con su vanguardista crecimiento como músico. “No entro en las decisiones estilísticas que tomó mi padre”, explica Jeff Buckley, “lo más grande que hizo nunca, “Starsailor”, fue también su desastre”.
El abandono y la deriva de su padre, que acabó muriendo de una sobredosis accidental de heroína (él creía que era cocaína), todo a la vez, acabó forjando el devenir de Jeffrey Scott Buckley. En una carta enviada a un amigo en junio de 1990, cuatro años antes de editar su único disco en vida, el cantante lo dejaba claro. “¿Qué es lo que se supone que voy a encontrar? No sé qué hacer. No lo sé. Todo lo que sé soy yo (…) Madre, padre, abuela, tía, hijo, esposa,… nada más que astillas. Todos, sin excepción. Alguien que le conocía me envió su certificado de defunción; el de mi abuelo también. Astillas, todos sin excepción. ¿Quién es el siguiente?”. Las líneas de “Dream brother”, como epitafio involuntario, sepultaron de forma definitiva la historia: “don’t be like the one who made me so old, don’t be like the one who left behind his name ’cause they’re waiting for you like I waited for mine, and nobody ever came“.
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