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Los blancos no la saben meter

En Música miércoles, 13 de noviembre de 2019

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

Vestiduras rasgadas por parte de algunos ante la última osadía de Manel: samplear un fragmento del “Alenar” (1977) de Maria del Mar Bonet en uno de los temas de su último álbum, Per la bona gent (2019). No es el único préstamo que el cuarteto barcelonés aprovecha para sí dentro del disco, pero sí es el que más ha chocado. A estas alturas.

Si uno presta atención a la canción, ni siquiera se puede decir que tal sampler sea el eje sobre el que rota. Es más un ornamento que un colchón. Hay decenas de canciones, muchas de ellas éxitos internacionales, que no se entenderían sin la incorporación de un riff de violín, una sección de vientos o un arreglo de cuerdas ajeno que ha sido rescatado de la noche de los tiempos para sostener algo que, en esencia, viene a erigirse en novedad con material teóricamente de derribo.

Esa es la esencia de la música popular, al fin y al cabo: pensemos en el “Bittersweet Symphony” (1997) de The Verve, que se nutría de un arreglo de una versión orquestal del “The Last Chance” de los Rolling Stones en 1965. O en el “This is Hardcore” (1998) de Pulp, que hacía lo propio con el “Bolero on the Moon Rocks” de la Pete Thomas Sound Orchestra, de 1966. O en el “Crazy in Love” (2003) de Beyoncé, que se sostenía sobre los irresistibles vientos del “Are You My Woman (Tell Me So)” de los Chi-Lites, facturados en 1970 y sampleados con sagacidad por la señora Knowles. En los tres casos, puede decirse que el sampler es media canción. Su prosperidad no se entendería sin él.

¿A qué viene, pues, el revuelo por una práctica que ha sido tan común en la música popular de los últimos treinta años, especialmente en los laboratorios de la música negra? Ciertos integrismos son difíciles de entender. La canción de Manel puede gustar más o menos, pero resulta complicado desecharla por una simple cuestión de pureza. En esto, como en algunas otras cosas, los negros llevan décadas de ventaja a los blancos. Inevitable recordar aquella película de Ron Shelton: Los blancos no la saben meter (1992).

Él se refería a la práctica del baloncesto, pero la naturalidad con la que los géneros de la música negra han ido robándose unos a otros, hasta la misma actualidad —difícil es dar hoy en día con una alquimia excitante que no contemple cierta negritud en su fórmula— durante décadas, podría justificar la adaptación de aquel chocarrero título de película (el original, y el que se tradujo en Latinoamérica, era Los blancos no saben saltar) a la cultura del rico latrocinio consentido que es la música pop.

El sampler apropiacionista está en la misma génesis del hip hop: su primer gran éxito, el “Rappers Delight” (1979) de Sugarhill Gang, saqueaba sin recato la línea de bajo de uno de los grandes éxitos de la música disco, el “Good Times” (1979) de Chic, un poco antes de que Queen repitieran la jugada en “Another One Bites The Dust” (1980), aunque en el biopic de Freddie Mercury se pase por alto como si fuera invención de la banda británica.

Sin tales prácticas, no se entenderían cuatro décadas de hip hop, ya sea explícito, abstracto (el de blanquitos como DJ Shadow), hippioso, combativo, gangsta, alternativo o del que en los últimos años se difunde como soundcloud rap. Sin el enorme arcón del funk, el soul y la música disco de los años sesenta y setenta del siglo pasado, difícilmente se entendería cualquier género negro del siglo XXI.

Coolio reventó listas de éxitos en 1995 con un “Gansta’s Paradise” que le debe media vida al “Pastime Paradise” (1976) de Stevie Wonder; De La Soul deben gran parte del hechizo de su “Eye Know” (1989) al “Peg” (1977) de Steely Dan; los italianos Black Box triunfaron en toda Europa con un petardazo house —“Ride on Time” (1990)—que no hubiera existido sin la garganta leonina de Loleatta Holloway en “Love Sensation” (1980); los Beastie Boys no hubieran dejado a todo el mundo noqueado con su “Hey Ladies” (1989) si no hubieran podido samplear en él bien a gusto el “Machine Gun” (1974) de los Commodores y los Fugees triunfaron como la Coca Cola con otro arsenal de samples o directamente rescatando el “Ready Or Not (Here I Come)” (1970) de los Jackson 5 y el “Killing Me Softly” (1973) de Roberta Flack, antes de que la propia Lauryn Hill sampleara bien a gusto en su magistral debut en solitario.

Sin lo bastardo, sin lo híbrido, sin los sonidos que se descontextualizan hasta adquirir nuevos significados, la música popular sería muchísimo más aburrida,  y también menos interesante.

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