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“Longlegs”, de Oz Perkins: El terror en la América suburbial

En Cine y Series miércoles, 7 de agosto de 2024

Marc Muñoz

Marc Muñoz

PERFIL

El terror se ha convertido en los últimos tiempos, al menos en la esfera del cine estadounidense, en una de las pocas parcelas que propicia el surgimiento de voces dotadas de cierta personalidad. Cineastas que esquivan un Hollywood fagocitador, interesado en usurpar, desde el primer atisbo de talento, la voluntad artística de sus ingresantes. Ari Aster, Robert Eggers, David Robert Mitchell adquirieron proyección y entidad autoral desde esos confines, y la mayoría de estos se siguen ejercitando desde esas mismas demarcaciones.

A este grupúsculo se le podría sumar Oz Perkins, quien brinda la sensación de la temporada en el cine de género. Un reconocimiento que le llega con su cuarto largometraje, tras sus más desapercibidas La enviada del mal, Soy la bonita criatura que vive en esta casa, y Gretel y Hansel: Un oscuro cuento de hadas.

Su último esfuerzo, Longlegs, se centra en la investigación que lleva a cabo Lee Harker, una joven inspectora del FBI a quien se le asigna, dada su inusual efectividad con sus corazonadas, el caso de un asesino en serie que lleva aterrorizando zonas rurales de Oregón desde hace décadas, bajo un modus operandi incomprensible, debido a que apenas hay evidencia física de su presencia en los hogares marcados por el horror. Los paralelismos de su argumento con El silencio de los corderos son evidentes, y pese a no ser la única fuente que asimila Perkins, es uno de los principales reclamos en la promoción comercial.

longlegs

Sin embargo, a ese factor que la enraíza con la tradición del thriller psicológico propia del filme canónico de Jonathan Demme, o de cintas como Seven o Zodiac en demarcación americana o The Cure o El extraño en la oriental, de las que también bebe en su exploración de un acertijo convertido en obsesión personal y en el dibujo de unas fuerzas del mal perturbando al alma protagónica, se añaden elemento propios del terror sobrenatural que la acercan a otro paquete de referencias.

La que ayuda a resaltar a esa fuerza demoniaca que escapa de la tangente racional y que compromete la cordura de la sufrida Harker. En el otro polo del espectro irrumpe Longlegs, ese villano que interpreta el histriónico Nicolas Cage y que obtiene boleto directo para ingresar en la gran logia del mal del cine de terror. En la piel de la sufrida agente del orden encontramos a la actriz Maika Monroe, quien dio vida a otra  alma acechada por los males que recorren la América del suburbano, en la alegórica y soberbia It Follows, del ya mentado David Robert Micthell. Decisiones de casting, como la de ambientar el relato a caballo entre los años noventa (la misma década en que transitaba la homóloga cinematográfica Clarice Starling, así como el último periodo de oro para el serial killer en los Estados Unidos) y los años setenta, década marcada con un cambio de formato (se pasa a un aspecto 1:1), no resultan casuales, sino que obedecen a la voluntad manifiesta de Perkins por señalar sus obsesiones y herencias, tanto las argumentales, como especialmente, las estéticas.

Longlegs

Sí por algo brilla el dispositivo planteado por Perkins es por una atmósfera que arrebata la atención del espectador desde el primer aliento. El director estadounidense navega con astucia por esos espacios asociados a la crónica negra (el propio Manson es nombrado en un diálogo) del país de las barras y estrellas; vincula su puesta en escena con ese surtido infinito del terror que asola Estados Unidos, especialmente el que anida en sus zonas rurales y suburbios.

Los encuadres —notables cuando impiden la visualización total de Longlegs—, la textura que remite al cine setentero, el montaje, la iluminación anaranjada de las linternas de los agentes —¿habrá jugado Perkins a Alan Wake?—, los planos de seguimiento de espaldas, la música de T-Rex y de ese período, los planos anchos con personaje inamovibles que acrecientan la tensión flotante. Toda en su elegante y certera puesta en escena supura tensión y terror al acecho, en parte por lo que se descubre, en parte por lo que se evoca con esos paisajes del suburbano tan ligados al imaginario promovido por clásicos del género, entre otros ese fundacional al que el padre de Perkins, el fallecido actor Anthony Perkins, puso su rostro inolvidable y que forma parte de la paleta que utiliza su vástago.

Más allá de los referentes explícitos, la atmósfera siniestra y malsana funciona como un tiro y atrapa al espectador. Ni una narratividad que adolece en su último tramo, cuando su director y guionista decide resolver el misterio con un flashback sumamente explicativo y un exceso de giros de guion (como esa secuencia final algo esperpéntica y previsible), ni esas rasgaduras sonoras innecesarias, especialmente para un filme que no hace del sobresalto su unidad de acción, malbaratan el dispositivo formal empleado. El mismo que va alterando la salud mental de Harker, una angustia que redobla su efecto cuando el espectador descubre, del lado de la protagonista, las connotaciones familiares en la trama y se empieza a entender ese rictus semi autista e impasible con el que circula el personaje a lo largo de todo el largometraje.

Longlegs asimila con extrema pulcritud las referencias impartidas por anteriores y abre un nuevo sendero para reimaginar el terror adherido a esa América rural y profunda que se ha cimentado sobre el extremismo religioso, y cuyo reverso doméstico puede ser igual de enfermizo y siniestro. Y lo logra con un estilo tan depurado y absorbente que logra minimizar las pocas impurezas, algunas señas excesivas y ese desenlace atropellado y masticado.

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