Doctor Who bate récords. Medio siglo de existencia, una docena de protagonistas, treinta y tantas temporadas y varias generaciones de espectadores-fans contemplan esta sagradísima institución de la televisión británica. Un icono audiovisual cambiante y resistente que debería llamar la atención a todo creador de formas con un mínimo de sensibilidad fantastique.
Sé que me estoy metiendo en un berenjenal, pero allá vamos. Nunca he sido fan de Doctor Who, ni siquiera puedo considerarme un aficionado. Si acaso, un curioso que se ha asomado intermitentemente a las aventuras del Señor del Tiempo porque toda obra de sci-fi que genere un fanatismo tan extremo merece ser, como mínimo, husmeada. Sí, sé qué es la TARDIS, sé qué son los daleks y sé qué es el destornillador sónico (qué gran nombre para un grupo sería ése, aunque supongo que no habré sido el primero en pensarlo…). Me hace también mucha gracia el cuarto Doctor, tan seventies cool (Tom Baker con su inolvidable bufanda, sombrero y pelazo). Pero hasta ahí llego, no me pidáis más. Así que noto la mirada escrutadora de los whovians (que empiezan a ser legión incluso en Estados Unidos y, diría yo, que hasta en España) esperando que meta la pata en este texto, si es que no la he metido ya en alguna imprecisión de la que no soy consciente.
No obstante, no hace falta mucha euridición whovian y sí un mínimo de conciencia sobre el zeitgeist de la ficción en tv para darse cuenta de que este nuevo Doctor Who, tras los fastos del 50 aniversario del año pasado, es uno de los fenómenos televisivos de este 2014. Ahora podríamos discutir sobre si el Doctor de Peter Capaldi es demasiado serio o no, sobre si Steven Moffat (ocho temporadas tras el guión) ha encontrado un nuevo océano azul en la célebre Regeneración, sobre si la holgura presupuestaria da alas o quita encanto o sobre lagartas lesbianas. Pero, qué demonios, una temporada de una serie (de cualquier serie) que empiece con un dinosaurio al lado del Big Ben en la época victoriana no necesita de mucho conocimiento previo para ser disfrutada. Mola. Y punto.
Uno de los aspectos que más me han llamado para bien la atención de ” Deep breath” e ““Into the dalek“, los dos primeros capítulos de esta nueva andadura, es su realizador: Ben Wheatley. O sea: el director de Turistas, Kill List o A field in England. O sea, otra vez: uno de las voces del cine fantástico actual más free-lance, vigorosas y particulares. Bravo. Así, sí. De hecho, esta artera elección me lleva a fabular con el spin-off que me gustaría de Doctor Who.
Teniendo en cuenta su condición de icono audiovisual, su cimentada posición dentro del imaginario popular (como mínimo británico, aunque, como decíamos, el culto está globalizándose por minutos) y su capacidad para mudar de piel y aceptar puntos de vista, la próxima temporada de las aventuras multitemporales, multidimensionales y multiespaciales del Doctor deberían ser un encargo en rima libre para diferentes cineastas. Cada uno tendría un capítulo para él solito donde aportar su personal perspectiva sobre el mito Doctor Who. Fan-fiction de autor, vamos. Para este ejercicio de tema y variaciones me imagino a Duncan Jones encapsulando un episodio sobre la soledad del Doctor viajando solo en la TARDIS, a Shane Carruth subrayando las lecturas cuánticas de tanto paseo por realidades espacio-temporales, a Matt Groening ideando un crossover con Futurama y hasta a JJ Abrams convirtiendo la serie en un pirotécnico espectáculo blockbuster como ya hiciera con Star Trek.
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