De tanto en tanto aparece un libro que nos hace girar como un satélite alrededor de un nuevo planeta, hasta que descubrimos que el planeta es el mismo de siempre solo que observado desde un ángulo distinto. Eso es lo que nos sucedió hace ya muchos años con Armas, gérmenes y acero (1997), el estudio de Jared Diamod capaz de explicar las desigualdades del mundo, las conquistas de las naciones, sus inventos y sus matanzas por un hecho casi inobservado que siempre estuvo allí: la forma y latitud de los continentes.
Por citar solo otro caso muy sonado, algo parecido ocurrió con el Homo Sapiens (2011) de Yuval Harari y su seductora tesis de que la evolución (hacia lo divino) de la humanidad obedece a la fascinación por los relatos colectivos. En esa misma línea, uno de los grandes libros de 2022 ha sido Las personas más raras del mundo, un texto extenso (una ochocientas páginas) que defiende con distintos y generosos datos la idea de que el individuo occidental es psicológicamente raro –WEIRD (acrónimo en inglés de Western, Educated, Industrialised, Rich, Democratic)– en la medida en que supone algo inhabitual histórica y numéricamente (lo habitual en la Tierra son lazos más intensos de parentesco y un perfil menos individualista que colectivista u holista) consecuencia, a su vez, de una particular evolución cultural en la que entre otros factores destacan una forma de lectura o la ampliación de los lazos de parentesco de acuerdo con el programa de familia y matrimonio de la Iglesia. Su autor, Joseph Henrich, es profesor de Biología Evolucionista Humana en la Universidad de Harvard y la edición a cargo de Capitán Swing, con traducción de Jesús Negro aparece para los lectores en lengua castellana dos años después de su exitosa publicación en Farrar, Straus y Giraux.
Quizás lo primero que podemos decir, por seguir con la metáfora del satélite, es que todo ensayo científico comienza señalando una zona oscura (una recusación de lo ya dicho) para arrojar luz donde nadie había buscado antes (o con menos pretensiones, donde no habían buscado tanto). Sobre la zona desatendida o errónea, para Henrich la psicología de la cultura occidental no es el paradigma de la psicología humana sino que constituye una singularidad inusual dentro de ésta: las investigaciones acerca de la unidad psíquica de la especie humana se habrían elaborado a partir de una evidencia empírica sesgada que no representa al conjunto de la humanidad, sino a una porción muy singular y peculiar, la occidental. A pesar de resultar singular y peculiar, extraña o directamente rara, la experimentación psicosocial la habría tenido como una suerte de sujeto estándar y eso habría provocado una distorsión de las explicaciones sobre la mentalidad (moral, por ejemplo) que en un sentido universalista podríamos predicar del ser humano. ¿En qué consiste esa rareza?
De acuerdo con Henrich, esa muestra WEIRD tan poco generalizable está conformada por seres humanos, los occidentales, que piensan de manera analítica (no holística), creen en el libre albedrío, rechazan la poligamia, subrayan la relevancia de los atributos internos de los individuos, se rigen por normas impersonales (prosocialidad impersonal), se sienten moralmente responsables de sus actos hasta el punto de desarrollar fuertes sentimientos de culpa individual (algo distinto al sentimiento oriental de la vergüenza ante la mirada colectiva) cuando se comportan mal, o se comprometen con leyes y principios de justicia universal mientras rechazan el nepotismo y abrazan una suerte de meritocracia impersonal (el achievement, el mérito o desert personal) junto a otras formas de parcialidad ética.
Si la diversidad psicológica humana es efecto de la interacción entre la plasticidad natural de nuestra especie y la cultura, el individuo occidental es una rareza resultado de esa doble interacción entre (la rápida) cultura y (la lenta) genética, entre nature and nurture (naturaleza y crianza), o, más claramente, desde la perspectiva de Henrich somos resultado de una coevolución gen-cultura donde el peso corresponde a lo cultural: una suerte de proceso ontogénico en el que la cultura es capaz de modelar el cerebro humano dando lugar a una interacción causal bidireccional entre nuestra mente, las instituciones y los valores sociales que caracterizan occidente entendido este como la península europea de Eurasia, Reino Unido-Norteamérica -y, yo añadiría que también y cada vez más de una larguísima serie de ciudades y territorios de Latinoamérica, del sur y del norte de África, Asia pacífico y Oceanía si entendemos lo occidental en un sentido no geográfico sino cultural).
A esas alturas del ensayo, tras el episodio de la lectura y el grosor del cuerpo calloso, el ejemplo de los aparcamientos o los finos esquemas sobre psicología WEIRD, el lector va reteniendo por qué y cómo, «eso cultural» más rápido –y con mayor peso que lo genético– no tiene tanto que ver con la tradición (la Kultur alemana, pongamos) como con la ruptura evolutiva de esa tradición (con la Bildung, si se quiere así), esto es, con un sistema de herencia acumulativo eficaz desde un punto de vista adaptativo muy eficaz en lapsos más breves de tiempo: en grandísima medida los rasgos psicológicos de esta gente rara del mundo (nosotros) vienen de la independencia cultural de los lazos familiares tradicionales (el tabú del parentesco intensivo, la poligamia o los matrimonios entre primos, por así decir) impuesta por la iglesia en la Edad Media así como de su influencia moral, económica y política en la conducta individual: algunos de esos hitos histórico-culturales tienen el eco de Max Weber, como la lectura de la Biblia según la tradición protestante y su efecto (el de la lectura, no el de la Biblia) en el cerebro, otros parecen más novedosos como la competencia intragrupal (más allá de algunas tesis de Albert O. Hirschman sobre los intereses y las pasiones) o los que tiene que ver con los estímulos de una memoria normativa (promesas, recompensas, etc.) de mayor alcance temporal.
En lo que toca a uno de mis ámbitos de trabajo más específicos (el estudio de las normas morales y jurídicas) Henrich señala de forma sugestiva que hay distintos aspectos de la psicología WEIRD que habrían tenido una poderosa influencia en las instituciones morales, jurídicas y políticas que llegan hasta nuestros días. Por ejemplo, la tendencia hacia el pensamiento analítico (la asignación de categorías discretas a individuos, casos, situaciones u objetos, las cuales están a menudo asociadas a propiedades específicas), o la relevancia concedida por el WEIRD a las atribuciones internas habrían favorecido un proceso desde el cual «los expertos en leyes y los teólogos no tardaron en empezar a concebir el hecho de que los individuos tenían derechos».
El desmantelamiento del parentesco intensivo y la evaporación de las filiaciones tribales hicieron más fácil implantar unas leyes que gobernasen a los individuos y desarrollar unas asambleas representativas que funcionasen correctamente. Esto es, frente a las bellas pero erróneas explicaciones del contrato social, del origen ideológico de la democracia o de la insiinia histórica del filósofo-guía, el cambio hacia formas democráticas no se inició a partir de una serie de sofisticados intelectuales, filósofos o teólogos que postulasen unas teorías grandilocuentes sobre la «igualdad», el «imperio de la ley», «el voto», o los «derechos humanos», sino que esas ideas se formaron poco, pieza a pieza, a medida que la gente corriente con una psicología más individualista –ya se tratase de monjes, mercaderes o artesanos– comenzó a conformar asociaciones voluntarias (gremios, ciudades, universidades y otros ámbitos de tendencia primero abierta y luego cosmopolita) que competían entre sí.
Las personas más raras del mundo es un magnífico ensayo que quizás se resiente de un exceso de aparato cuantitativo, de una cierta reiteración de los argumentos y de aquello que en otros autores vemos, paradójicamente, también como defecto: la habilidad para simplificar las cosas al límite de lo serio (à la Harari) o para hacer legible lo complejo, pero, desde esa misma perspectiva crítica, cabe convenir en que su lectura nos transforma como sucede con la lectura de las mejores expresiones de la cultura (entendida esta no como tradición -cultura del botellón, tauromaquia, cultura del reggetón, cultura de la violación and so on).
Con su perspicacia para las dinámicas en la relación entre la psicología de la personalidad y el desarrollo institucional, la hábil integración de las teorías de juegos, los cambios de foco y mucha inter-disciplinariedad, Henrich te ayuda, si eres humilde, a deshacerte de un sinfín de ideas cerradas y sin fundamento que dabas por sentadas, en mi caso, (aunque me llame la atención el imperdonable lapsus de la contribución a la historia del pensamiento jurídico de la Escuela de Salamanca), algunos sobrentendidos típicos de la filosofía política y del derecho, en particular todo lo que tiene que ver con la génesis ideológica de la igualdad, la libertad y el origen de los derechos subjetivos.
Aunque nos parezca antipática y algo débil la idea de una base genética para la configuración normativa (yo soy más de comprender la norma –la naturaleza intrínsecamente normativa del ser humano– como resultado de un lento drama estético, al modo de la sociología dramática de Norbert Elias o Richard Sennet), aunque echemos en falta la explicación de tanto occidental haciendo no el raro sino el criminal gregario con la banderita del III Reich y se nos atragante moralmente cierto acento de superioridad celebratoria en lo occidental (preferimos un modo meramente descriptivo o la integración de la catástrofe al modo del famoso ángel de Paul Klee-Walter Benjamin), lo bien cierto es que, su sugestiva imagen de una inteligencia colectiva o culturalmente distribuida, es otro feliz descubrimiento para quienes defendemos, desde un cosmopolitismo crítico, la necesidad de dotarnos como especie de instrumentos universales que no coinciden desde luego con el actual modelo de globalización neoliberal.
Otra alegría de este ensayo en el apartado más personal es que avala nuestra línea de que esa cultura acumulativa (el ir subidos a «hombros de gigantes» de Newton, o más exactamente de Bernardo de Chartres) ofrece razones morales para la unidad y la esperanza. La idea, ya adelantada por Henrich en The Secret Of Our Success: How Culture Is Driving Human Evolution, Domesticating Our Species, And Making Us Smarter (2017) de que hay al menos una dirección es esperanzadora en una época de descrédito caótico del futuro.
Hermosos: ensayos inteligentes sobre lo raro.
Malditas: ideas preconcebidas y taras populistas raras, raras, raras.
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