El biopic de Gertrude Bell en la Berlinale, la aún reciente reedición de Suspense, consejos para helar la sangre de la Highsmith y el inédito de la bella Daphne du Maurier permiten acuñar un rótulo para esa escritora alada, viajera y cosmopolita que hiela como nadie los veranos.
La última película de nuestro director de cine preferido, Werner Herzog, se presentó en la pasada edición de la Berlinale y tiene como protagonista un inapresable ejemplar de ese tipo de escritora viajera cuyo poder de fascinación parece regresar verano tras verano. Escritoras-pájaro que regresan al modo en que lo hacen esas aves empeñadas en dar vueltas a la Tierra mientras nosotros, mamíferos pesados, dormimos la siesta alrededor del sol. Sí, en Queen of the desert (Herzog, 2015) Nicole Kidman interpreta a Gertrude Bell, aquella escritora, politóloga y viajera que a fuerza de cruzar desiertos mesopotámicos logró el machista apodo de la Lawrence de Arabia femenina.
Aunque las críticas del último film del director de Fitzcarraldo (1981) o Donde sueñan las hormigas verdes (1984) no son precisamente estimulantes, a uno le ha estimulado la imaginación volver a ver el rostro magnético de Gertrude Bell y le ha movido a listar de forma ligera en la mente y en EL HYPE algunas de esas mujeres voladoras capaces de hacerle a uno recorrer millas inimaginables, bien hasta lugares geográficamente remotos bien hasta el interior más remotamente oscuro de nosotros mismos.
Efectivamente, no es porque recientemente alguien haya considerado oportuno abrir su poética boca para decir que las mujeres son peores poetas que los hombres, sino más bien porque la última película de mi director de cine preferido Werner Herzog trata de una mujer fascinante a la que siempre tuve por un ave; el caso es que quiero dedicar –estamos dedicando ya- una entrada en EL HYPE a nombrar algunas escritoras y poetas pero no de cualquier escritora sino justo del tipo de poeta voladora del que seguramente recelaba el dueño de Visor.
Básicamente, creo que resulta posible padecer una insensata atracción por ese tipo de mujeres refinadas que como Daphne du Maurier, en lugar de contentarse con albergar alguna idea disparatada sobre su aristocrática condición, diseñan –asomada su elegancia de pájaro en la terraza de un castillo en la costa de Cornualles– historias cargadas de esa electricidad ambiental que tiene que ver con la crueldad y con algún tipo de misoginia.
¿Cuáles? Las hermanas Brontë irían a la vanguardia en la bandada, pero a mí la primera novela que me fascinó la escribió una mujer que posaba en los cuadros de su época (primeras décadas del siglo XIX) como una de esas aves pelágicas, frías y hermosas, que no necesitan tierra firme para arraigar. A Mary Goodwin Wollstonecraft Shelley, autora de Frankenstein, dueña de una imaginación pájara, tenebrosa, lúcida y viajera, siempre la tuve como un albatros interior.
Sí, hay definitivamente un tipo de mujer cuya engañosa fragilidad le permite, como es proverbial en las aves, circunvolar el globo de un latigazo, escapar del hielo, alcanzar los trópicos sin tocar el suelo desde el norte, atravesar los mares con la fija determinación con la que las pelágicas vagabundas recorren sin descanso los océanos australes.
La autora de Rebeca o Posada Jamaica, Daphne du Maurier, amante de las aves, es una de ellas. Y es por la fascinación que ejerció en uno su novela corta Los pájaros y el fim de Hitchcock que a menudo pienso en Tippi Hedren, que he pintado mi salón del color de su vestido y he llamado como he llamado a esta sección.
Acabamos. Hay aves que cuentan por miles los kilómetros que recorren, voladoras infatigables con una idea voladora en la cabeza, hay pájaras que antes de abandonar o dejar de saltar una barrera devoran en su vuelo parte de sí mismas. Hay escritoras que operan de una forma similar. Patricia Highsmith supo utilizar nuestra convenciones morales más profundas como cubitos de hielo y echarlos de esa guisa en un improbable bourbon allá en la playa: una forma de pasar helados el verano.
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