En mi imaginario, María Margarita Tinoco Fajardo es la protectora de la palta. Cumplidos los 80 años, duerme en una pequeña caseta en medio de su finca de Luricocha, en la ayacuchana provincia de Huanta. Una tierra dura que se ablanda ante la fuerza de esta mujer ejemplar. Pura fuerza ligada a la vida de sus paltos y el sabor de sus paltas. En otros sitios le dicen aguacate, pero por aquí tomamos nuestras propias decisiones: palta.
Lo mires por donde lo mires, el aguacate es una fruta extraña. Tanto, que apenas tiene razón de existir. Los estudiosos del ramo le pusieron fecha de caducidad, calculándola siglo más o menos, para cuando desapareció el último mamífero con unas tragaderas capaces de empujarse el gigantesco guito de una tacada, y en condiciones de trasladarlo alojado en el estómago, para luego soltarlo entero –tampoco es hazaña menor cuando se trata de una semilla de tamaño familiar- donde menos te lo esperas, que viene a ser uno de los principios básicos para la expansión de ciertas especies vegetales.
De eso se ocupaba el gonfoterio antes de que desapareciera en medio del Plioceno. Eso fue hace una pila de años y, sin embargo, el aguacate logró superar la pérdida de su unidad de transporte y reproducción para seguir ahí, inmune al paso del tiempo, convertido en superviviente. Cuentan que todo eso ocurrió al sur del río Bravo, donde los huatlas lo bautizaron ahuácatl, un término que utilizaban indistintamente cuando daban con el fruto o llegado ese momento del día en el que lo apropiado es mentarse los testículos. Puede ser por la forma, por el significado o por un simbolismo que lo convierte en el centro de la vida. A saber. Hace tiempo que la ciencia busca un huatla para preguntárselo.
El aguacate es uno y trino. Por lo pronto un milagro hecho vida; un fruto casi mágico. Es carne y grasa, textura y carácter, fuerza y suavidad; También un escenario que propicia el encuentro de mundos enfrentados; Es la glorificación de la textura: firme, cremoso, sutil, elegante… como sólo lo conocen quienes lo hayan encontrado en la cordillera andina o en los cultivos centroamericanos. Nada que ver con los frutos sustitutos del Mediterráneo.
El aguacate cambia de género y se torna palta en mi vida y la de muchos otros aquí abajo, a medio camino del final del continente, muchísimo más al sur del Río Bravo, en una tierra donde se lleva más el quechua que otra cosa. Los incas lo tenían bien claro: palta. Sin resquicios simbólicos ni referencias físicas más o menos llamativas. Palta es en casa, en la bodega de la esquina, en el mercado de mi barrio y en la carta de la casa de comidas de cada día. Palta es también en Huanta y otras zonas de Ayacucho, de donde llegan los frutos más buscados de la despensa peruana. Palta es, por si acaso no lo saben, en Luricocha, un trecho más allá de Huanta, y lo sigue siendo si seguimos tres o cuatro kilómetros adelante por una pista que se adentra en el infinito. Palta es, al fin, allí donde empieza todo, en la finca de Margarita, una fuerza de la naturaleza que encontré casi por casualidad en medio de la nada hace ahora cuatro años.
Desde que conocí a María Margarita, mis paltas traen marcadas las facciones de esta mujer de campo, con la piel curtida, la cara surcada de arrugas, la mirada traviesa y el hablar casi sincopado de quien siempre estuvo más familiarizado con el quechua que con nuestro castellano. Desde aquel día, mis paltas tienen cara, ojos y, sobre todo, llegan con una sonrisa pegada de lado a lado justo ahí, donde la fruta se abomba para hacerse más ancha.
Margarita es, un respeto, la señora María Margarita Tinoco Fajardo. La misma que lo dejó todo –la casa y el puesto del mercado- en manos de su hija Augusta Taboada Tinoco y se instaló en la pequeña finca donde vive desde entonces, rodeada de sus gallinas, sus gatos y sus perros con nombre de actores de cine en blanco y negro. Están Clark Gable, Bogart y otros de su quinta. Un día decidió que lo más importante era cuidar las tres yugadas de tierra que le quedan –unos 1.500 metros cuadrados por yugada- y vigilar que no le robaran la fruta. Su casa es una pequeña estancia de ladrillo en el que apenas cabe la cama y cocina entre piedras, bajo un techo de calamina sujeto con tres palos. Bogart, que es un gato en blanco y negro, como el primer propietario del nombre, se pasea sobre las cazuelas, rodeados por tres gallinas, con las que convive en armonía. No me atrevo a preguntar, pero no es descabellado pensar que una de ellas se llame Bacall.
Más allá de la historieta, María Margarita encarna la fuerza de la naturaleza. Enérgica, fuerte, animosa y decidida, muestra un ímpetu poco común… y una determinación que sobrecoge tanto como el espacio que la rodea. Cumplidos los 76, se exhibía inagotable y pintoresca. Va y viene con el pelo mirando para todos lados y un sombrero viejo, negro y polvoriento dominando su existencia. Me lleva de punta a punta de su chacra, sin dejar de hablar ese medio castellano suyo, para mostrarnos todas sus criaturas: el pacay morado, el molle, la granadilla, la algarrobina, el higo, la granadilla, el camote, la calabaza, el pepino –se ríe llamándolo mata serrano, pero se resiste a contarnos la historia-, la tara, el airampo, la lúcuma, la cebolla china, la zanahoria, la alfalfa o el frejol que crecen mezclados con sus paltos.
Los cultivos de palta viven asociados a la tara, un árbol grande y frondoso que la protege, pero en estas chacras orgánicas se busca el equilibrio combinando cultivos. El caos es el que marca la armonía de esta huerta: el equilibrio perfecto entre las especies.
María Margarita sigue en lo de siempre con la ayuda de Augusta, cumpliendo con la tradición y los ritmos naturales del campo. También me cuenta que algunas noches duerme debajo de un árbol para sorprender a los ladrones. Le preocupan tanto como la falta de agua. La palta necesita riego cada quince días, pero en esta zona apenas llega cada dos meses.
Margarita había viajado a Lima apenas un año antes de nuestro primer encuentro, para visitar a su madre, a punto de cumplir los 100 años. Veintiséis horas de autobús para acercarse al suburbio donde la cuidan. Un día, dos años y poco después de aquello, la trajimos a Lima junto a un grupo de productores muy parecidos a ella que había conocido en mis primeros viajes por el Perú. Cambiamos el autobús por el avión –ahora que lo pienso, nunca le pregunté por la experiencia- y le pusimos un chofer para llevarla a visitar a su madre. Exigió hacerlo a las cinco de la mañana para ayudarnos a cumplir con nuestra promesa de mostrarle el mar. No quería perderse la cita. De pie frente al Pacífico, en la playita que hay junto al puerto de Chorrillos, se le mojaron los ojos, calló de repente, se quitó lentamente los zapatos y las medias, remangó la falda y metió los pies en el agua. Miró el ir y venir de las olas durante un par de minutos y después se giró, nos miró a todos y sonrió.
Nadie ha publicado ningún comentario aún. ¡Se tú la primera persona!