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La sonrisa discreta de Kraftwerk

En Música viernes, 8 de mayo de 2020

Ángel Pontones

Ángel Pontones

PERFIL

Unos meses antes del origen de Kraftwerk hubo un breve lapso de tiempo, incrustado a finales de una época feliz, en el cual prosperó una forma de ver el mundo que reivindicaba volver a las raíces. Conforme la sociedad aceptaba las comodidades que brindaba la tecnología, surgían voces de alerta recordando que no teníamos más lugar donde vivir que nuestro planeta, aunque nos empeñáramos contumazmente en acortar su fecha de caducidad.

La única esperanza que nos quedaba pasaba por pisar el freno, y pararnos un momento a contemplar lo que podía ofrecernos el paisaje. La música trasladó esta postura al folk y le dio una forma humana llamada Joan Baez, al mismo tiempo que otros muchos inolvidables se subían a este carro, introduciendo trascendencia y bucolismo en sus composiciones, y desperdigándolos envueltos en paz, amor y maría a lo largo de un sinfín de reuniones, festivales y comunas.

Kraftwerk

Y en este mismo tiempo surgió, como en toda acción reacción, un grupo de inadaptados que optaron por conducir en dirección contraria. Pensaban en pop, pero olían a mono de mecánico manchado de aceite industrial, y sus dedos parecían diseñados especialmente para pulsar botones y regular manómetros. De sus cerebros brotaban los chispazos propios de los cortocircuitos de ideas. Su manera de hallar un atajo hacia el futuro pasaba por destilar sonidos a través de monstruosos sintetizadores, que pocos años antes habrían sido considerados por los puristas como cosa de brujería. Habían surgido en el momento justo y el país adecuado: la hiperindustrualizada RFA de 1969.

Florian Schneider, el flautista de la sonrisa enigmática que aparecía casi siempre posando en primer plano en muchas de las portadas que compartía con el resto de sus compañeros de grupo, era uno de estos iconoclastas. Junto a su compinche Ralf Hütter fue uno de los padres fundadores de este movimiento, aunque es muy posible que Conny Schnitzler y Klaus Schulze (dos francotiradores visionarios ) se les adelantaran. A estos y a aquellos se les enclavó dentro del Kautrock, o nuevo rock electrónico alemán. Se les emparejaba con el rock progresivo de los primeros Genesis o Yes, pero porque había que situarlos en algún lado.

El Kautrock no era una cosa uniforme. Algunos de sus miembros se refugiaban con descaro a la sombra del muro de sonido de Pink Floyd; otros experimentaban sobre bases clásicas con todo tipo de Melotrones o Moogs, o se perdían en psicodelia sustentada por un instrumental electrónico que iba evolucionando cada mes.

Si Ralf Hütter y Florian Schneider tenían algo claro, era adonde conducía su aventura llamada Kraftwerk. Sus primeros tres discos, experimentaciones surgidas de su estudio Kling Klang en Düsseldorf, se ceñían al menos es más: Un órgano Hammond de fondo, una sección de guitarra y batería (pronto sustituida por una caja de ritmos), y violines y flautas como representantes de cuerda y viento. En Ralf und Florian, 1973, tercer álbum de Kraftwerk, encontraron en el vocoder el altavoz adecuado para transmitir un mensaje candorosamente simple. Letras que no eran sino eslóganes de un futuro esplendoroso que solo podríamos disfrutar entregándonos a la tecnología. La crisálida se abría poco a poco, vestida con el artwork de Emil Schulz, creador de la estética inimitable de la Central Eléctrica.

https://youtu.be/As-iBOqACms

Su cuarto disco, Autobahn (1974), un hipnótico trayecto por autopista en la que los vehículos pasan a ser sonidos, y la distancia la recorre una melodía tan monocorde como encantadora, les hizo notorios y hasta referentes. Los resultados se acoplaban perfectamente con las intenciones. Como gestores de ritmos incorporaron a Karl Bartos y a Wolfgang Flür, y remozaron su estudio para dar empaque a sus nuevas ideas.

De aquí surgieron tres obras seminales: Radio-Activity (1975), Trans-Europe Express (1977), y The Man Machine (1978). Temas como “Radioactivity”, “The Robots” o “The Model” funcionaban tanto en su versión original, como en el peaje comercial que les obligó a grabarlas en inglés. La radiofórmula dejó de mirarlos como a un perro verde. Eran modernos y clásicos. Anatemas digitales nadando en la analogía. Acudían a celebrarlos buscadores de oro como Giorgio Moroder, Brian Eno o David Bowie (que terminaría su periplo berlinés dedicando a Florian su pieza “V2 Schneider”).

kraftwerk

Computerworld (1981), supuso el cénit de popularidad de Kraftwerk, y al mismo tiempo dejó entrever que dentro de la sencillez no cabía mucha evolución. “Pocket Calculator” o “Computer Love” hicieron definitivamente massmedia al grupo. Tour de France comenzó como un encargo de sintonía para la carrera ciclista más importante del mundo, y pasó a ser un álbum temático que degeneró en un proyecto fantasma que, exceptuando el single homónimo, no vio la luz en su totalidad hasta dos décadas después después. Electric Café (1986), intentaba convencer a fans y extraños a través de su eclecticismo y su babel de idiomas, pero los hallazgos en forma de melodías pop cautivadoras (como el Musique non stop que hilvana todo el disco) se quedaban casi siempre en tierra de nadie.

En 1991, Kraftwerk desarmaba su formación original, y Hutter y Schneider remezclaban sus clásicos en busca de un primer grandes éxitos: The Mix. En su larguísima gira promocional, se alejaban simbólicamente del foco de atención, ubicando en el escenario a cuatro maniquíes robot que ejecutaban la ilusión de tocar una música pregrabada. Todo se les perdonaba. Hasta resultaba divertido buscar a los integrantes del grupo entre el público.

 

Todo lo que ha venido después de esta coda y han sido cerca de 30 años, ha sido escaso y podríamos decir que prescindible. Kraftwerk es una marca que podría vivir de rentas hasta cuando quisiera, pues su sonido es un perfume del que conviene rociarse al menos una vez en la vida. Nadie se lo puede reprochar, especialmente cuando sus coetáneos como Tangerine Dream siguen en activo, incluso tras la muerte de su fundador. Como marca, Kraftwerk ha ido sustituyendo componentes a la vez que cumpliendo con su compromiso con el público, al tiempo que recogía parabienes merecidos para todo aquel que haya entrado en la historia y pueda atestiguarlo.

Florian Schneider dejó el grupo en 2008, cuando entendió que permanecer en él no le aportaba nada nuevo. Se bajó del barco sin rencores y sin proyectos a la vista, quitando el ya lejano e intrascendente Stop Plastic Polution (2015). Pocos conocían su enfermedad. Su partida ha sido tan discreta como enorme su legado. Gente tan dispar como BeckJarre o Dolby, entre muchos otros,  le han llorado esta semana. Posiblemente lloran ese tiempo en el que fueron felices, y que por desgracia o fortuna, nunca vuelve.

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