El Macbeth de Verdi es una ópera que ha marcado profundamente la historia del Teatro alla Scala desde los años cincuenta del siglo pasado. De hecho, es una de las que más veces ha inaugurado la temporada de ópera del famoso coliseo milanés y siempre contando con batutas que son todavía hoy modelos ineludibles de este título fundamental de la producción verdiana. Empezando por la versión de 1952 dirigida por Victor de Sabata con Maria Callas como Lady Macbeth, a la que siguió la inolvidable y hasta ahora insuperada producción de 1975 con la magnífica puesta en escena de Giorgio Strehler y la hosca dirección de Claudio Abbado —inolvidable el trío vocal con Piero Capuccilli, Shirley Verret y Nicolai Ghiaurov. Terminando con la versión de Riccardo Muti de 1997, director que ha sabido ofrecer la lectura quizás más intensa y teatral de la obra acompañado por la novedosa producción del recién fallecido Graham Vick, y la soberbia interpretación de Renato Bruson como Macbeth. Este año ha sido el momento de otro gran director italiano, Riccardo Chailly, que ya ha demostrado en el pasado saber afrontar la partitura con eficacia y que ha sido, como veremos, lo mejor de la nueva producción que ha devuelto —así deseamos—, a la normalidad la actividad teatral de La Scala después de los problemas causados por la pandemia.
Macbeth es una obra compleja, oscura y obsesiva donde el poder, la lujuria y la inevitable condena corrompen a una pareja incapaz de resolver sus conflictos personales. Todo dentro de un marco fantástico que es un elemento clave para que las vicisitudes de Macbeth y Lady Macbeth adquieran una carga de inquietud que sofoca sus destinos y que parece originarse a causa de algo sobrenatural, pero que en realidad es solo la consecuencia de sus más profundos y aterradores miedos, como lo pintó magnificamente el gran artista alemán romántico Johann Heinrich Füssli. Verdi con su increíble precisión en poner música a un texto y en valorizar con coherencia cada elemento dramatúrgico, consigue realizar su mejor adaptación de una obra de William Shakespeare. Dos gigantes, una de la ópera, otro del teatro hablado, se unieron para dar vida a una obra maestra del melodrama.
En la nueva producción de la Scala, entre estos dos gigantes se puso en medio un enano que tuvo que apoyarse en los hombros de Verdi y Shakespeare para poder llevar adelante su enésima puesta en escena, innecesariamente redundante y basada en ideas que no solamente aniquilaban el preciso e ineludible entramado dramático musical pensado por Verdi, sino que llevaban a una interpretación del texto shakesperiano muy discutible. Me refiero al director de escena Davide Livermore en su tercera inauguración milanesa, que sigue en su camino interpretativo de la ópera, muy discutible, basado en arrastrar el texto, y la dramaturgia musical que lo define, hacia unas ideas escénicas y unos movimientos de los actores que la mayoría de las veces no coinciden mínimamente con las intenciones del autor.
Por el contario, Livermore somete a menudo todo a una idea de teatro basado en la exaltación de lo banal, lo estéticamente redundante y vacuo y donde parece ser imposible dejar que la música trabaje por sí sola para dar sentido a la escena. De aquí, arias donde los solistas no dejan de ser distraídos por otros personajes (horror vacui), los coros de las brujas que resultan bastante anodinos, mientras que para Verdi eran un verdadero personaje; movimientos que no siguen la coherencia teatral pensada por el compositor, y finalmente ideas francamente discutibles, como la de mover continuamente los decorados sin necesidad y donde el protagonista fue esencialmente solo el fondo de la escena. Un fondo de alta tecnología visual, donde las visiones de una ciudad fantástica se transforman continuamente entre luces chispeantes, colores bellísimos, movimientos de arquitecturas que suben y bajan, ocasos de un rojo intenso con nubes amenazadoras, relámpagos etcétera. Lo que faltó completamente, sin embargo, dentro de este marco fútilmente espectacular fue algo que aclarara la acción y que diera significado dramático a lo que ocurría en el escenario.
Distracciones visuales que perecían no molestar demasiado al director Riccardo Chailly, que de esta manera fue corresponsable de la anodina puesta en escena. Por suerte, su dirección fue mucho mejor que el trabajo de Livermore, aunque su interpretación fue de menos a más, alcanzando niveles excelentes solo en los dos últimos actos y quedando algo fría en los dos primeros. Lo que no fue faltó fue la habitual capacidad adamantina de Chailly para concertar la partitura y saber dar justo ritmo dramático a la partitura, consiguiendo valorar la impresionante paleta tímbrica y dinámica que la caracteriza con sus repetidos pianísimos y sus acentos sofocados, donde afloran las angustias, las incertidumbres y la culpa que acompañan los delitos, envueltos en la amenazadora presencia de la noche.
Entre los cantantes, hastiados en su actuación por los absurdos movimientos exigidos por la puesta en escena, destacó sobre todo Luca Salsi. El cantante demostró cómo el canto de Verdi surge de la palabra y exige una dicción clara y perfecta: de este modo consiguió un Macbeth impactante y al mismo tiempo aterrorizado en el camino hacia el delito bajo la autoritaria presencia de Lady Macbeth de Anna Netrebko. La famosa cantante rusa sin embargo no lució completamente su reconocida presencia escénica y tuvo problemas en dibujar de forma convincente el personaje que le salió bastante frío y nada homogéneo en lo vocal. Ildar Abdrazakov fue por lo contrario un Banquo muy bien dibujado con una voz terciopelada impecable y una presencia escénica perfecta, así como Francesco Meli que dio voz a un Macduff de gran naturalidad y sin excesos. Muy bien los papales secundarios, así como la prestación de la orquesta y sobre todo del coro dirigido por Alberto Malazzi, desde septiembre nuevo director del prestigioso conjunto. Buena acogida a todos los intérpretes al final de la velada, con alguna protesta aislada por la puesta en escena.
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