No cabe señalar a quienes crean desde la fragilidad, ni poner en duda la necesidad de seguir creando, pensando, construyendo lo que aún no tiene forma. Muy al contrario, este texto parte de una profunda empatía hacia quienes, desde los márgenes, insisten en el gesto. La crítica aquí no apunta al cuerpo que produce, sino al relato que se ha fabricado en torno a él. Un relato estético y político que, lejos de acompañar la complejidad del presente, ha construido una figura artificial, el artista como categoría, como marca reciclable, como símbolo decorativo de una cultura en decadencia.
Las instituciones públicas y privadas, las universidades, los comisarios, los medios de comunicación o los mercados han consolidado un corpus retórico que se reproduce sin interrupción. Un aparato de legitimación que se autocelebra y se autoprotege, incluso mientras las prácticas artísticas reales desbordan sus marcos. Bajo el barniz de la contemporaneidad, este sistema sigue funcionando con lógicas obsoletas. Es un teatro simbólico que simula apertura mientras opera con viejos modelos. En ese teatro, el artista, o más bien, la figura del artista, ha quedado fosilizada.
La precariedad no es una etapa, es un dispositivo estructural.
Se repite una y otra vez, los jóvenes son el futuro del arte y, al mismo tiempo, se les trata como si fueran una reserva de energía explotable y prescindible. En Valencia (España), por ejemplo, no hay estructura cultural, ni pública ni privada, que no proclame su apuesta por los jóvenes creadores, pero pocas que les ofrezcan condiciones reales de existencia. Se les invita a participar, a exponer, a formarse una y otra vez, pero casi nunca a decidir y menos aún, a vivir de su trabajo.
La precariedad no es una etapa, es un dispositivo estructural. El sistema cultural ha normalizado una lógica extractiva que se alimenta del entusiasmo, del voluntarismo y de la sobreexposición de las nuevas generaciones. Se espera de ellos que sean originales y obedientes, visibles y productivos, dúctiles y mediáticos. La visibilidad se ofrece como premio, pero no hay garantía de sueldo, ni de estabilidad, ni de cuidado. Las residencias, los premios, los festivales, las convocatorias y el resto de mecanismos institucionales están pensados para alimentar un simulacro de oportunidad. Lo urgente es mostrar y aparentar movimiento. Lo emergente se convierte en un estado crónico, un presente sin futuro, una promesa que nunca se cumple. Tras cada oportunidad mal pagada, lo que hay es una vida real que no alcanza a nada.
Mientras tanto, el arte institucionalizado sigue funcionando con las lógicas del siglo pasado, donde el valor se mide en acumulación de obras, de exposiciones y de contactos. Pero los jóvenes artistas ya no trabajan desde este lugar. No pueden. Han crecido en medio del colapso ecológico, el endeudamiento generalizado, el algoritmo y la intermitencia. Su lenguaje es otro y su experiencia también. Mientras tanto, el sistema no sabe cómo escucharles.
Lo más lúcido y radical de la nueva creación no se encuentra en las ferias ni en las colecciones, sino en espacios autogestionados, en colaboraciones inestables, en prácticas que mezclan arte, activismo, código, tecnología, cuerpo y silencio. Pero estas prácticas son sistemáticamente ninguneadas o bien absorbidas para simular renovación. Lo que no se puede monetizar, no existe. Lo que no se puede encajar en los protocolos de la representación se descarta.
Mientras tanto, se ha producido una transformación sutil pero determinante; tener algo ya no significa tener visión o intuición, sino saber posicionarse, saber decir lo correcto en el momento adecuado, tener capital simbólico suficiente para entrar en el circuito. El arte ha pasado de ser búsqueda a ser relato, de ser forma a ser justificación, de ser materialidad a ser discurso. El gesto artístico se ha vuelto secundario frente al marco conceptual que lo envuelve. Lo importante ya no es la obra, sino su aparato retórico.
El arte ha pasado de ser búsqueda a ser relato.
Ser artista hoy es habitar una figura funcional: gestor, comunicador, productor cultural, activista performativo o técnico de sí mismo. Una figura que sobrevive en condiciones de autoexplotación permanente. Se producen sin descanso miles de imágenes, textos, vínculos, afectos, posicionamientos. El artista se convierte en sujeto de rendimiento, atrapado en una maquinaria que exige visibilidad constante, producción infinita, y narrativa continua. Byung-Chul Han ha descrito este estado con precisión; el sujeto ya no resiste, simplemente se rinde al mandato de rendir. Bifo Berardi va más allá, ya no hay creación, hay exceso de signos y saturación simbólica y redundancia semiótica. Isabelle Stengers lo completa diciendo: no necesitamos más producción, sino formas de desprogramación, pero el artista actual, educado por instituciones que repiten lo que dicen cuestionar, está atrapado en una disyuntiva compleja. Aprende a parecer artista, aprende a funcionar como artista, aprende a actuar como artista ante comisarios, jurados, audiencias y algoritmos.
En este paisaje, la figura del pintor sobrevive como último tótem. Una reliquia romántica en medio de la automatización. El trazo manual, el gesto, la materia, todo se convierte en fetiche. En un mundo gobernado por prompts, interfaces y visualidades generativas, el pintor representa la autenticidad perdida. Pintar no es ya una elección formal, sino un gesto simbólico, pintar para seguir existiendo, pintar para seguir siendo llamado artista. Como advirtió Boris Groys, el aura ya no se encuentra, se escenifica. Pintar se convierte en espectáculo nostálgico de resistencia, pero a menudo es solo residuo.
La sociedad, por su parte, sigue atrapada en un imaginario esquizofrénico: el artista como genio iluminado, pero también como vago institucional. Un ser que no produce “valor real”, pero que se presume esencial para la cultura. Alguien que debe ser admirado y desactivado al mismo tiempo.

El odio (Mathieu Kassovitz, 1996)
Visible, pero no incómodo, celebrado, pero no remunerado, decorativo, pero no decisivo. Esta contradicción mantiene al artista como figura inofensiva, neutralizada, espectacular y simbólica. Un personaje cultural al que se le concede espacio, pero no poder.
Las ciudades tampoco ayudan. Valencia es un caso visible y preocupante; los estudios desaparecen, los espacios independientes cierran, lo que era comunidad se convierte en decorado. La gentrificación ha desbordado la estructura simbólica y física de la ciudad, erosionando su alma con la llegada masiva de turistas y transeúntes temporales que consumen sus calles sin arraigo. Las franquicias colonizan el espacio público, desplazando comercios locales y expulsando a vecindades históricas.
Mientras tanto, el turismo se expande como una mancha que todo lo encarece, que todo lo banaliza, que todo lo vuelve selfie. Valencia, una ciudad para ser habitada, se ha convertido en un parque temático para influencers de tres días. Una ciudad que acoge bien al visitante y expulsa a quien la habitaba. Persistir en el arte hoy, en esta ciudad, es un acto de resistencia. Pero no deberíamos exigir resistencia como única forma de existencia. Los jóvenes artistas no necesitan resiliencia infinita, sino políticas que los reconozcan, los sostengan y los escuchen. No más concursos sin retorno, no más visibilidad vacía, no más aplausos, sino tiempo, sueldos y una vida digna.
Los jóvenes artistas no necesitan resiliencia infinita, sino políticas que los reconozcan.
Todo esto nos lleva a un punto límite: el arte ha cambiado profundamente. Se ha vuelto proceso, algoritmo, flujo, afecto, red. Pero la figura del artista no ha evolucionado, sigue siendo firma, biografía, currículum, perfil institucional. Se ha estetizado, pero no ha mutado, ha sido absorbida por un sistema que necesita sujetarla, fijarla y, en determinados medios, visibilizarla.
No se trata de su abolición, sino de su colapso voluntario. Quizás deje de ser necesario llamarse artista para poder crear. Que la creación no necesite autor, que la práctica no sea identidad, que el arte ocurra, sin deberle nada a su figura y entonces, quizás, dejaremos de preguntar quién es artista.
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