Seamos claros: La teoría del big bang es Sheldon Cooper y Sheldon Cooper es La teoría del big bang. El resto de personajes son comparsas. No tendrían sentido sin él. ¿Y él sin ellos? Pues, seguramente, podríamos imaginar sin problemas otras series igual de buenas que gravitaran alrededor de este personaje tan soberbio (en todos los sentidos posibles).
Desde que Darren Hayman folla, sus letras ya no molan, me dijo un amigo sobre el grupo Hefner. Y tenía parte de razón: mientras el patetismo y la derrota alimentaban su verso, los textos de Hayman eran de una poética miserable fabulosa. Una vez aliviado Darren, ya todo se alineó dentro de una normalidad, ejem, muy vulgar (y aquí no está de más recordar aquello de todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera, que dijo Tolstoi).
Algo parecido se puede decir de La teoría del big bang: a partir de la tercera-cuarta temporada, cuando todos los nerds-freaks-geeks-tekkies que protagonizan esta sitcom de la CBS empiezan a tener novia, la comicidad languidece. La serie se vuelve, también, corriente y moliente. Lo que antes era una actualización del esquema clásico de comedia hawksiana tipo Bola de fuego (un personaje femenino representante de la normalidad altera el estado de un grupo de estudiosos con mucha inteligencia académica pero ninguna habilidad social y/o picardía emocional), se convierte en una especie de Friends con acento listillo.
A Sheldon, Leonard, Wolowitz y Raj los queríamos con mamitis crónica. Niños-adultos cuyo comportamiento, intereses y conflictos se han detenido no ya en la adolescencia, sino antes de la pubertad. La vida de Sheldon Cooper, en concreto, cuesta imaginársela regida por otros parámetros que no sean los de los cómics DC, Star Trek y aledaños sci-fi, los vídeo-juegos (o juegos de mesa, o de rol, o de cromos, blablabla…) y los deberes (para el caso, sus obligaciones laborales como físico teórico en Caltech), como si tuviera todavía 11 años, la edad que el background del personaje fija como la fecha de su graduación summa cum laude en la universidad. Vamos, que es todavía como un niño porque nunca lo fue… o porque nunca necesitó dejar de serlo.
Bazinga sería un muy resultón spin-off sobre la infancia de este personaje, cuyo cénit de felicidad continúa siendo perderse en la piscina de bolas de un chiquipark. De hecho, no sería muy distinto de muchas otras ficciones sobre niños prodigio que ya existen (sirva la recientemente estrenada El extraordinario viaje de T.S Spivet de Jean-Pierre Jeunet como ejemplo). Porque, ¿no es Sheldon la versión adulta de Malcolm, de Jimmy Neutron, de Sherman, de Calculín o de Dexter (el del laboratorio de Cartoon Network, no el psicópata-forense de Showtime)?
La madre súper-protectora y súper-cristiana, el hermano mayor y la hermana gemela abusones, el abuelo y la tía que le introdujeron y animaron en la ciencia, el entorno paleto de su pueblo de Tejas natal, su tierno ingreso en la universidad, en plan Escuela de genios… con estos mimbres hay material de sobra para una serie coming of age… that never came. La gracia, teniendo en cuenta la gestualidad reptiloide y la movilidad de insecto del único miembro inteligente de la familia Cooper (grande, aunque probablemente encasillado, Jim Parsons), sería que fuera un spin-off en dibujos animados, claro. Pocos aspergers admitirían ese tratamiento cartoon (para Sherlock, por ejemplo, sería un despropósito). Pero Sheldon no sólo lo aceptaría, sino que casi lo pediría a gritos.
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