La muerte se cierne en las últimas películas de Almodóvar, ya sea como una amenaza, un instintivo examen de conciencia ante el final de la vida, una mirada a la Historia y, en el caso de La habitación de al lado, como una reflexión sobre la generosidad de la amistad y el derecho a decidir sobre la propia vida.
Tras el apreciable mediometraje Extraña forma de vida (2023) estrenado en el Festival de Cannes y la espantada ante su primer proyecto de largo en inglés, Pedro Almodóvar se lanza a la arena de la mano firme y entregada de dos estrellas incontestables: Julianne Moore y Tilda Swinton, que encarnan a Ingrid y Martha, dos viejas amigas reencontradas en un momento decisivo de la vida de una de ellas. Ingrid es autora de éxito y Martha ha sido reportera de guerra, neoyorquinas, guapas, ricas y profesionales, habían perdido el contacto, a pesar de haber estado muy unidas en el pasado, e incluso haber compartido en diferentes momentos el mismo amante, Damian (John Turturro).
La casualidad provoca que Ingrid conozca el problema de salud que aqueja a su amiga, corriendo a su lado y excusándose repetidamente por haber perdido el contacto, como si el deje de culpabilidad por la distancia se agrandara a causa del cáncer que padece Martha. Tras un tratamiento experimental, no hay mejoría y la enferma decide acabar con su propia vida en el momento que considere oportuno, gracias a un medicamento que ha conseguido en la deep web. Ahí llega la llamada a la acción y el inicio de un conflicto cuando pide a Ingrid que la acompañe en sus últimas horas, a lo que esta accede tras una honda reflexión.
A partir de aquí, la película se convierte en La voz humana a dúo, en cuanto a la teatralidad de la puesta en escena y los diálogos que parecen ocupar el tiempo restante hasta que la puerta de la habitación de Martha esté cerrada por la mañana: esa es la contraseña para saber que ya ha sucedido. La exigencia de una entrega total de Ingrid, la angustia que le supone la decisión y más tarde la vivencia de los últimos días de su amiga no nos transmite la emoción necesaria para sentirnos a nuestra vez confusos o angustiados.
Los días pasan entre conversaciones literarias, películas y recuerdos de juventud, todo envuelto con los signos distintivos del cine almodovariano, sus colores corporativos y citas culturetas, con un diseño de producción de Inba Weinberg (Suspiria, 2018) en absoluto singular, super pautado y artificioso. La fotografía de Eduard Grau es impecable, como el resto de elementos —vestuario de Bina Daigeler (Tár, 2022) y música de Alberto Iglesias—, como diría Truffaut, una de esas películas abotonadas hasta el cuello.
Las historias de amistad entre dos mujeres, que el tiempo separa y pone a prueba, cuando el cariño y las ideas no van al unísono, han dado al cine magníficas películas como Julia (1977), donde Jane Fonda y Vanessa Redgrave atravesaban la pantalla con su afecto y desesperación, o Ricas y famosas (1981), donde Jacqueline Bisset y Candice Bergen transmitían verdad, pero Almodóvar no es Fred Zinneman ni George Cukor, incluso en su hora crepuscular. Y no es por falta de empeño de Tilda Swinton y Julianne Moore, que lo bordan, incluso la primera acercándose mucho a Redgrave. El melodrama debe basarse en el pathos y no en el papel charol ni los vestidos caros; la amenaza de la pérdida, la muerte del otro que es también de algún modo la nuestra porque se convierte en virtual por su cercanía, el sacrificio de una ética personal por respeto a quien amamos, son temas mayores que no necesitan una brutal seriedad para hacernos sentir la congoja o la duda.
En La habitación de al lado no hay humor negro, pero sí un exceso de solemnidad mal disimulada, que parece situar a la sufrida Ingrid en una situación inmerecida —no por ser más próxima a la enferma terminal, sino porque es la única que accede—, mientras que Martha lleva una decisión individual casi al chantaje emocional —historia de su hija— para convencer a la amiga reencontrada.
El cine de Almodóvar perdió la espontaneidad hace demasiado tiempo, aunque hayan brillado algunas de sus obras de madurez, y eso le convierte en un cliché. Justamente cuando la vida nos coloca ante las grandes cuestiones, es cuando el artista debe demostrar que su supuesta frivolidad nace de una deliberada actitud de enfrentarse a ellas, o que su seriedad es fruto de la introspección y la duda, el miedo o la aceptación. Nada de esto encontramos en una película donde la pareja protagonista parece simplemente hacer tiempo para acabar de una vez por todas y salir de ese chalet de El Escorial, un Woodstock de pega, en el que ni el talento de dos actrices mayúsculas consiguen dar signos de vida ni una verdadera emoción.
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