No es precisamente un superventas. Tampoco una celebridad mediática. Ni siquiera en su país. Pero Dominique Ané es uno de los grandes de la música popular europea. Aunque no goce del glamuroso oropel de paisanos como Benjamin Biolay. Ni tampoco de la vasta y tortuosa trayectoria de un Daniel Darc. No digamos ya de un Henri Salvador.
Si alguien alberga todavía alguna duda sobre esto, lo tiene bien fácil para despejarla: acercarse hoy mismo al Teatro Lara de Madrid, el miércoles 3 a la sala Apolo de Barcelona, el jueves 4 al Teatro Mercado de Zaragoza o el viernes 5 al Teatre El Musical de Valencia.
Mientras tanto, desde aquí proponemos cinco formas de acercarnos a su historia. Cinco momentos que explican su grandeza, y que han tenido su correspondiente parada en nuestro país, con el que mantiene desde hace años una excepcional relación.
1996
Somos muchos los que tenemos grabada a fuego en nuestra memoria la tarde del 3 de agosto de 1996. Quizá no fue su primera actuación en España. Pero sí la primera que podríamos calificar como multitudinaria. El segundo escenario del FIB nos mostró a un cantautor deslumbrantemente encantador, artesanal y cercano, pero también ambicioso. Alguien que sabía fundir la receta tradicional de la chanson con la sensibilidad post punk.
Presentaba las canciones de La mémoire neuve (1995), aquel tercer álbum en el que, al menos, un par de duetos con Françoiz Breut (entonces su pareja) podían robar el corazón a cualquiera. Él aún tenía pelo en la cabeza. Todos salimos de allí con una nueva figura a la que aupar a nuestro santoral. Y no hemos dejado de encenderle cirios.
2001
Ya se nos había puesto experimental con Remué (1999), cambiando la caricia por el papel de lija, muy lejos de acomodarse. Pero la confirmación del de Provins como una de fuerzas motrices del rock europeo más afilado llegó de la mano de John Parish (mano derecha de PJ Harvey) en el excepcional Auguri (2001). Vendió 50.000 ejemplares.
Fue también entonces cuando empezó a visitarnos en solitario, demostrando su maestría con su arsenal de pedales y esos loops con los que multiplicaba su voz. Despuntando como el más magnético one man band del continente. Con permiso de Matt Elliott. ¿Conciertos de aquella gira? El de la sala Nasti en Madrid o el que ofreció el verano siguiente en Benicàssim: él salió frustrado y echando pestes del escenario verde, cuando otros habrían matado por estar a su altura durante aquella noche. Síntoma de esa productiva autoexigencia, que raya en la obsesión. Por suerte para todos nosotros.
2006
Tras un periodo de injerencias externas más que bienvenidas (las producciones de John Parish o Gekko), el francés volvió a recluirse en su esencia con un álbum de transición –o de madurez– que revelaba su faceta más intimista, bajo una gélida corporeidad.
L’Horizon (2006) proponía una suerte de existencialismo paisajista que no resultaba en absoluto pedante. Arrojaba un saldo óptimo y nos lo devolvía a nuestros escenarios en su vis más desnuda. Estremeciendo, como siempre.
2016
A estas alturas, ya se había movido como pez en el agua entre sacudidas de electrónica casera (La Musique y La Matière, de 2009) y sus empalizadas de rock espinado (Vers Les Lueurs, de 2012), sin por ello dejar de sonar radicalmente a sí mismo. Un maestro en el arte de que todo suene cada vez distinto pero inmediatamente reconocible. Difícil mantener una fórmula oxigenada durante tanto tiempo.
Su cuajada síntesis entre las tradiciones musicales pop gala y anglosajona nos propinó otro excelente capítulo con Éléor (2015), un disco que estuvo presentando al año siguiente –ya con banda al completo– en otra manga de conciertos sensacionales. Como para toserle.
2019
Prolífico, exuberante y extremadamente versátil, el último Dominique A nos volvió a dejar pasmados con dos formas distintas de renovar su argumentario: desde el pop sintético y minimalista de Toute Latitude (2018) al delicado rasgueo acústico de La Fragilité (2018). Siempre girando sobre sí mismo sin perder el norte. Inagotable tras más de un cuarto de siglo de trayecto. A la búsqueda incansable de nuevos estímulos.
Esos dos discos son la excusa para una nueva visita. La enésima al país que posiblemente mejor le ha acogido nunca: eso sí que es toda una excepción cultural, teniendo en cuenta lo lejos que siempre nos hemos situado de nuestros vecinos del norte, abriendo una brecha que se agranda con los años.
Otra vez viene solo, sin banda. En vista de los precedentes, resulta casi imposible pensar en que nadie salga defraudado. Ni siquiera habiéndole visto decenas de veces.
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