Paul Gascoigne enarbola la estirpe de esos futbolistas a quienes se ensalza, usa y tira a la velocidad de tomarse una pinta. Víctima de sí mismo, las inyecciones de ego resultaron ser letales.
Ahora que nos acercamos hasta los bares de las capitales costeras españolas, un clásico es ver a los británicos beber a cualquier hora, ponerse rojos como tomates y hacer que sus accidentales y horteras tatuajes se vayan perdiendo en sus pecosas epidermis. Nuestro protagonista nunca ha bebido porque tuviese sed, bebió para ahogar las penas de no alcanzar aquella final, para superar su declive futbolístico y para huir de sí mismo…un auténtico clásico.
Trotamundos del fútbol, la mayoría de su carrera la desarrolló en las Islas quizás porque allí hubiese la que consideraba la mejor cerveza. Sus voleas, empalmes y “sombreros” habían impresionado al mundo del esférico de cuero, pero no sirvieron para driblar a su destino. Muy al contrario, sus idas y venidas de sus adicciones le convirtieron en un alcohólico auto-declarado. Se sentía tan patético que cambió su nombre a “G-8” para que nadie le recordase sus vanos intentos por dejar la botella. Por el camino, y dado que en el fondo era como un niño, lamentaba dar ese ejemplo a los más pequeños.
Su agresividad la pagó algún que otro periodista de esos tabloides británicos que sin piedad le retrataron a la puerta de su casa con botella de vodka en ristre. Incluso llegó a agredir a su propia familia, trató de suicidarse e intentó (por supuesto, en vano) volver a un campo de fútbol. Este juguete roto con cara de hooligan no aprendía más que el mecanismo de la botella, esa fiel y a la vez traicionera amiga que le jodía una y otra vez más.
Surviving Gazza viene a refrendar lo difícil que es llegar a discernir dónde está ese circuito de la franja mental que le hizo tirar la toalla en esta lucha en la que enfrente estaba él mismo. Lo gracioso y tremebundo de todo esto es que Paul era un gran tipo cuando conseguía hacerle un túnel a esas copas y luchaba por conseguir las otras, las que quería levantar a toda costa. Quienes le conocieron en los 90 decían de él que era un cachondo mental, cariñoso y carismático: tan pronto le sacaba una tarjeta amarilla a los árbitros tras recogérselas amablemente del césped como lloraba como un niño cuando se quedaba a las puertas de la gloria. Sólo esperemos que atraviese el umbral de la razón y consiga curarse del todo para no ver ese tránsito irrefrenable hacia el abismo.
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