El Mefistofele de Arrigo Boito volvió al Teatro La Fenice después de cincuenta y cinco años de ausencia. No es difícil entender el motivo. La obra del compositor y literato —nacido en Padua en 1842 y conocido sobre todo por su colaboración con Verdi en los años ochenta del siglo diecinueve como libretista de Otello y Falstaff— es un título complejo, que presenta una libertad creativa fuera de los esquemas clásicos de la ópera italiana del siglo XIX, y que deja siempre el espectador fascinado, pero al mismo tiempo desorientado.
La magia es posible gracias al ensamblaje de las distintas partes: voces, orquesta y coros, dirección musical, bailarines, dirección de escena, video, luces y vestuario, y por último, una nueva edición crítica cuidada por Antonio Moccia (Casa Ricordi) utilizada en la producción de La Fenice. Se trata de una revisión de la versión ejecutada en Bolonia en 1875, ya que la ópera fue completamente reconsiderada después del colosal fracaso que tuvo 1868 en La Scala y cuyo manuscrito se conserva en el Archivo Histórico Ricordi. Y es que la ópera de Boito es una obra arriesgada en todos los aspectos. Ante todo en términos de libreto. Adaptar la gran obra teatral de Johann Wolfgang von Goethe al idioma y sensibilidad italianos implicaba enfrentarse a ilustres predecesores (como Berlioz). Sin embargo, Boito fue un verdadero genio de la palabra y fue capaz de sacar un texto, sin duda difícil en algunas partes, pero siempre cautivante y lleno de fantasía. También musicalmente Mefistofele es una obra compleja (comenzando por el largo y afortunado Prólogo, estructurado como una sinfonía) al querer aplicar la lección wagneriana al verbo italiano sin recurrir a las argucias del alemán (Leitmotiv, armonía) y donde las voces representan igualmente un desafío (el protagonista, Mefistofele, es el bajo en el que descansa toda la ópera y Fausto, tenor, debe estar a la altura), mientras que en términos de dirección escénica, el kitsch siempre está siempre a la vuelta de la esquina.
Afortunadamente el espectáculo presentado en el coliseo veneciano superó brillantemente todas estas dificultades. La puesta en escena de Patrice Caurier y Moshe Leiser (este último también responsable de las escenas), imaginan Mefistofele merodeando por los bajos fondos y a Fausto como un erudito, así como lo quería Goethe, desilusionado por el conocimiento y, por lo tanto, entregado al Mal, cargado con sus preguntas-pesadas, en un estudio-salón burgués. El dúo ambienta el sorprendente acto de Pascua en Fráncfort en el estadio de fútbol, una idea tan inusual como acertada (El vulgo me aburre, canta Fausto) haciendo esenciales tanto la cárcel de Margarita como el jardín (convertido en bosque) del encuentro a cuatro entre Fausto/Enrique, Margarita, Mefistofele y Marta, que coquetean sobre un cerdito-carrusel. Finalmente, siguiendo el mecanismo del teatro dentro del teatro, la noche del Sabbat clásico del cuarto acto (con las coreografías de Beate Vollack), refleja la sala y el público de La Fenice, transformando a Elena en prima donna. Caurier-Leiser, respetando la partitura fueron así capaces de jugar hábilmente entre escenas muy llenas, al borde del horror vacui, y vacíos con gran habilidad y utilizado a la ocurrencia eficaces proyecciones video ideadas por Etienne Guyol y el ingenioso diseñador de iluminación Christophe Forey.
La interpretación musical de Nicola Luisotti, quien guía con claridad musical los complejos de La Fenice en excelente forma, desplegó un catálogo de soluciones dinámicas muy diferenciadas que siguieron bien la partitura, logrando un equilibrio casi perfecto entre la orquesta y el escenario, destacando especialmente la estructura arquitectónica centrada en los paralelos (los dos Sabbat), la circularidad (el Prólogo y el Epílogo) y el retorno siempre variado (camaleónico como el mal) del tema de Mefistofele.
Particularmente notable fue la actuación del coro, excelentemente preparado por Alfonso Caiani, al que se sumaron las voces blancas de los Piccoli Cantori Veneziani, especialmente seguras bajo la dirección de Diana D’Alessio. Entre los intérpretes destacó un Alex Esposito (Mefistofele) cada vez más demoníaco: con una voz fuerte y flexible, un dominio total del fraseo y gran soltura escénica. Piero Pretti superó sin problemas las dificultades de la escritura vocal de Fausto y encajó bien un papel que parece diseñado para sus habilidades. Maria Agresta fue una Margarita un poco fatigada y víctima de algunas pequeñas imperfecciones vocales, pero capaz de aumentar la temperatura dramática del personaje, especialmente en la escena de la cárcel, mientras Maria Teresa Leva consiguió llevar al escenario a una Elena vocalmente seductora, aunque aquí en la versión de una diva operística algo distante. Los roles secundarios, interpretados por Kamelia Kander como Marta y Pantalis, y por Enrico Casari como Wagner y Nereo, también fueron bien delineados.
Contundente éxito para todos al final de la velada para un título que merecería una presencia más asidua en los escenarios y que, junto a otros que no se ven casi nunca (pienso a las óperas de un gran compositor como Amilcare Ponchielli), podría ofrecer una imagen más definida de la ópera italiana de mediados del XIX junto al gigante incontrovertible de Verdi.
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