Alonso Ruizpalacios estrenó La cocina en la pasada Berlinale. El director mexicano, cuya aportación en cuatro capítulos de la serie Andor podremos ver el próximo año, adapta la obra teatral de Arnold Wesker, que ya fue llevada al cine en 1961 por James Hill —ganador de un Oscar ese mismo año por el corto documental Giuseppina— que situaba la trama en un café del West End londinense.
En esa nueva adaptación, Ruizpalacios nos sumerge en las tripas de un turístico restaurante de Times Square, donde durante dos horas y diecinueve minutos, en un blanco y negro que nos obliga a olvidar el “ruido” visual del frenesí culinario, nos describe con una frialdad en contraste con la pasión que lo empapa, un abanico de conflictos soterrados, abiertos, cocidos a fuego lento, y también explosivos. Un equipo multicultural, multilingüe, que comparte la precariedad y la lucha por medrar en el país del sueño americano entre bromas y compadreo, se debate entre la solidaridad de clase, la insumisión y las rencillas irresueltas.
El ritmo de La cocina, con un crescendo emocional impactante, debe mucho a la formidable interpretación de Pedro, por parte del actor mexicano Raúl Briones, también productor asociado del filme y ganador de tres Ariel de plata por sus anteriores trabajos, en una nueva colaboración con Ruizpalacios. El carismático actor, capaz de reflejar la ternura, el desvalimiento, la fatiga de los sueños rotos y la esperanza que tanto cuesta mantener, se empareja con Rooney Mara (Julia), la camarera gringa que todavía está varios peldaños sobre la tropa de la cocina, como otro sueño inalcanzable.
Los matices de la personalidad de Pedro son retratados de forma cuidada, adaptándose al frenesí de un carácter excesivo, experimentado y también roto. Ya sea en su relación con los compañeros, en forma de protección, enfrentamiento y profesionalidad, o con sus padres —el uso del teléfono para “sacarnos” de la cocina y reflejar el mundo exterior nos aporta información valiosa sobre Pedro y Julia—, nos hacemos una idea muy completa de un personaje vulnerable, con un caparazón resistente, que nunca olvida de dónde viene ni con quiénes debe alinearse —la escena del indigente—, manteniendo en todo momento su independencia y la defensa de esa línea roja que es su sección de la cocina, uno de los pocos aspectos de su vida donde puede sentir control y que defiende con uñas y dientes.
Julia ejerce el rol de otro sueño roto, recordando también que el lugar de cada uno es más inmutable de lo que nos hacen creer y, a la vez, también revela su propia insatisfacción —bellísima escena en la despensa. El burnout de Pedro es una explosión de impotencia, de rabia y decepción, el reconocimiento del fracaso por encima de todas las estrategias de resiliencia inútiles. No en vano, su pinche, Stella, recién llegada de México e incapaz de comunicarse en inglés, con experiencia en un restaurante con estrella, forma un binomio con Pedro cargado de significado. Juntos cubren el arco completo de un viaje donde el fin del arco iris no es un mundo donde los sueños se hacen realidad. El inicio de una aventura, donde el precio nunca es demasiado alto, y el final, donde la pérdida en afectos y arraigo, sin posibilidad de avanzar profesional y personalmente nos convierte en hámsters agotados de rodar, empanando filetes y olvidando quiénes somos y el potencial que podemos desarrollar.
El espectador no debe esperar un drama culinario al estilo de The Bear o Boiling Point (Philip Barantini, 2021), porque las dinámicas de La cocina van más allá de la vida privada y la profesión, su interrelación, etc., ya que la cocina se muestra como una pecera (no en vano la escena del acuario del restaurante y las langostas que se sumergen cada día para los clientes) donde todo empieza de nuevo cada día, sin que haya ninguna novedad. La zanahoria al final del palo en forma de “papeles” para los ilegales que preparan dulces y filetes no es más que una trampa y una coacción para que el patio no se alborote. Uno de los propósitos de Ruiz Palacios es mostrarnos los límites que nunca se deben cruzar, las consecuencias de romper el límite que separa “arriba” y “abajo”, aquí simbolizado con el comedor y la cocina, que solo las camareras —vestidas como Jean Seberg en À bout de souffle— pueden cruzar, para representar que un microcosmos puede revelar lo universal.
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