Lo mío comenzó como una más que plausible relación causa-efecto en el que la alta temperatura ambiental -aliento de fuego de un dragón con forma de cielo que al instante tose polvo en proporción igualmente inasumible-, fue la causa. La consiguiente fundición de la batería del ordenador, por achicharramiento, el efecto. Sólo una vez en mi vida, visitando un mes de agosto la ciudad abandonada de Bam -una metrópoli de adobe de la Ruta de la Seda ubicada en la provincia iraní de Kerman, pleno desierto, que un terremoto destruyó por completo en 2003-, el calor, exagerado, bloqueó durante horas el sistema electrónico de mi cámara fotográfica.
Aquí no sólo el calor sino también el polvo, los continuos cortes eléctricos que se acentúan y prolongan en verano, o las subidas y bajadas de tensión, provocan que una nevera tenga una vida media de “tres años” -señala un compañero de teclas-, y convierten a India, durante su verano, en el enemigo letal por excelencia de cualquier delicado aparato de última generación. Y eso fue lo que pasó. La batería del ordenador siguió funcionando mientras pude tenerla conectada directamente a su cable de alimentación, hasta que el regreso de uno de los incontables cortes diarios de luz llegó con más fuerza de la debida e hizo volar por los aires el cargador. Adiós computer, hola smartphone.
Ocurrió la misma semana en la que la señal de internet desapareció de casa sin avisar -hazte con un técnico indio que primero te coja la llamada y luego el servicio-, y mi línea telefónica del móvil expiraba por contrato. Quise darle una oportunidad a una compañía local al hacerme con un nuevo número cuya conexión a internet me funcionó a las mil maravillas, hasta que la estación de internet del ADSL de casa volvió a escupir señal, sin decir “hola, muy buenas, he vuelto”, y entonces fue cuando me desapareció el 3G del teléfono, que al cierre de esta edición, no ha vuelto todavía.
El otro día, comiendo con un compañero que lleva años viviendo en Nueva Delhi y que se acaba de cambiar de casa, contaba cómo había llamado a un electricista para que le arreglase un estropicio al que llamaremos A. Cuando le arregló el estropicio A surgió otro estropicio, de éste, al que llamaremos B, así que llamó a un segundo electricista que le arregló el estropicio B, del cual surgió el estropicio C. “Ahora me toca llamar de nuevo al primer electricista para que me lo arregle todo”, contaba visiblemente ojeroso y sin asomo de sonrisa ninguna.
Con todo, me dio por pensar que quizá sea este el único futuro posible para este mundo imposible, y tal vez sólo India haya captado la esencia de la ecuación ganadora: Que la necesidad del mercado -genuina fuente de frustración, tan destructiva como una bomba de racimo-, esté para romperse como están para romperse las reglas o los huesos. Que el único remedio para arreglar los estropicios de la vida moderna -esa que nos mantiene constantemente como a un conejo alumbrado por sorpresa, de noche, en mitad de la carretera-, sea la simple y pura aceptación de las cosas tal cual vienen o tal cual son, aunque vengan en forma de tango o de canción de Chavela Vargas. Que la felicidad sea, al cabo, un monzón primerizo que te pilla de pleno cuando vuelves a casa después de una marimorena en la oficina de la compañía telefónica. Descubrirte empapado, relajado y sonriendo a un sinfín de sonrisas ajenas sin aire acondicionado, que agradecen el frescor de un buen chaparrón como se agradece el saberse vivo después de haber agonizado disecado. Y pensar, entonces, dónde habrá una tienda en la que comprar una libreta sobre la que seguir escribiendo. Sin móvil, sin batería, sin ordenador. No en vano el grito de guerra de India es Sab kuch milega, todo es posible. Incluso, es posible que para vivir sólo haga falta no mosquearse.
¡Ah, el calor el calor…! Te dejo aquí un texto por si se te ocurre una letra. Lo escribí con las yemas de los dedos arrugadas por el sudor. Lo podías llamar Pequeña Inmolación de un Termómetro Ambulante. Seguimos hablando, Enrique.
Yare bhai! Nei chalis, tis! Ek so metters only... El calor empapa mi camiseta. Mi cuerpo entero es una densa película de agua filtrada que se me escurre por los poros conforme la bebo; Mi pelo, un sombrero húmedo y estrecho con goteras que se derraman sobre mis cejas, nariz y patillas; Mi cuello, un tobogán circular de parque acuático en obras, sobre el que deslizo a ratos, cortante, la palma de mi mano. El bochorno se hace más y más pesado conforme cae la noche. En el mercado de Nizamuddin West, oleadas blancas de kurtas tropiezan entre sí como moscas de agosto; sin aliento. Debajo de esas taqiyahs de frente arrugada hay centenares de ojos sudorosos que miran muy abiertos, como lo tuyos. Es un paso a cámara lenta; se sortea gravemente el peso de la propia gravedad. O a una moto, a un rickshaw, a una nube de humo de cordero asado que nieblea el sendero entre puestos de ropa, de menaje, donde los mendigos brotan del suelo de súbito, reclamando su derecho a existir.
Alguien dijo una vez que la pobreza en India alcanza topes de crueldad insoportables. En verano todo se torna insoportable. Atravieso el tumulto y justo allí, junto al callejón que parte de la garita de la policía, me adentro en la zona noble de los slums, en los alrededores de Mathura Road, frente a la tumba de Humayun; un paseo largo y estrecho que discurre junto a un descampado mal vestido de parque, donde muere la basura antes de ser quemada sin mantra ni ritual. La familia me conoce, así que el proceso es rápido, sonriente, siempre amable. Apenas unos segundos. Sigo andando, sin prisa, sin pausa, con las manos en los bolsillos, tratando de averiguar por sensaciones a quién llevo detrás, quién pasó junto a mí cuando el deal. Bordeo el paisaje demoledor de una gran vía trufada de ancianos y ancianas casi desnudos durmiendo sobre el asfalto, de bebés que campan entre sus madres, sentadas sobre grandes cartones y sólo unos metros detrás de sus hombres, que hacen fuego con botellas, sobras y telas.
El momento del chai es un mar de luciérnagas que titila entre claroscuros de naturalezas contaminadas de mierda y olvido. Frente a Humayun, un infinito ciempiés de rickshaws se trocea a impulsos de claxon ajeno a la vida en esta parte de la acera. Allá es todo luminoso, estridente. No aquí. Me agacho. Sudo. Tengo medio cuerpo metido en el rickshaw. El calor empapa mi camiseta. Mi cuerpo entero es una densa película de agua filtrada que se me escurre por los poros conforme la bebo; Mi pelo, un sombrero húmedo y estrecho con goteras que se derraman sobre mis cejas, nariz y patillas; Mi cuello, un tobogán circular de parque acuático en obras, sobre el que deslizo a ratos, cortante, la palma de mi mano. Yare bhai! Nei chalis, tis! Ek so metters only… Nei market, opposite. Yo no soy ellos. Yo seré kulfi y volveré a la vida como el monzón espontáneo de junio. Callaré y dejaré que corra el tiempo. (Nizamuddin – Bhogal. New Delhi. Junio’14).
Nadie ha publicado ningún comentario aún. ¡Se tú la primera persona!