Los Soprano era la serie total. Tan completa y equilibrada era esta obra de David Chase para la HBO que, incluso siendo una ficción tan dominada por los hombres, los personajes femeninos eran realmente fascinantes. Y Carmela Soprano, la esposísima de Tony, el que más de todos ellos.
Ella nunca preguntó de dónde salía esa pulsera. Ni con qué dinero se había comprado. Ni la procedencia de los fondos bancarios que pagaban la escuela de su hija Meadow y su hijo Anthony Jr. Ella aprendió de Kay Adams-Corleone, de la saga de El padrino, que si sospechas demasiado de la honradez de los negocios de tu marido, el divorcio igual te deja sin esa mansión tan lujosa de New Jersey (por muy jaula dorada que sea).
Para el caso, es mejor comportarse como la Karen Hill de Uno de los nuestros (que, curiosamente, encarnaba Lorraine Bracco, la Dra. Melfi de esta serie): laissez faire, laissez passer y…a vivir.
No es que Carmela Soprano fuera una mona sabia que ni veía ni oía ni hablaba. Pero, por mucha moral católica de la que presumiera, la ruptura de Carmela con Tony sólo era más plausible por culpa del descubrimiento de una infedilidad (o un cúmulo de ellas, más bien) que por ese 9mm parabellum escondido bajo la almohada. Y aún así, su separación del Soprano mayor, en la quinta temporada de la serie, quedó casi como una cana al aire con el profesor de literatura que encarnaba David Strathairn.
Y ahí es donde estaba, precisamente, el punto de fuga del spin-off ejemplar, si aquel romance hubiera prosperado: en la vida tras el cohecho y el colecho con la mafia. Una existencia desbrujulada, desacostumbrándose a las comodidades derivadas del blood money e intentando bajar la velocidad de un tren de vida de maruja de lujo, tal cual como el personaje de Cate Blanchett en Blue Jasmine de Woody Allen.
En cualquier caso, una cosa es estar casada con la mafia de pistola, como Carmela, y otra, con la mafia de corbata, como Jasmine. El personaje de Cate Blanchett lo tiene más fácil para hacerse la loca, para mirar hacia otro sitio y para auto-engañarse con la mentira de que su marido no es un delincuente. Él es un hombre de negocios, un emprendedor y un movilizador de la economía del país. Así que no sé si esta correspondencia entre la serie de David Chase y la película de Woody Allen es correcta.
Habría que preguntarle, quizá, a Rosalía Iglesias o la Infanta Cristina. ¿Con quién se sienten más identificadas? ¿Con un personaje, con el otro o con los dos?. Aunque me temo que las respuestas que obtendríamos serían todas del mismo palo: “no lo sé”, “no me consta” o “no recuerdo”.
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