Después de año y medio de pandemia, que ha supuesto en Italia el cese casi completo de los espectáculos en vivo, la llegada del verano ha empezado a traer la luz a la salida del túnel. La Arena de Verona (famoso templo de la lírica abierto desde 1913) ha dado una señal importante el pasado 19 de junio reanudando su habitual temporada estival (suspendida el año pasado) con una inauguración por todo lo alto: dos funciones de Aida en forma de concierto, dirigidas por el famoso director Riccardo Muti que no actuaba en el antiguo teatro romano desde un Requiem de Verdi dirigido en agosto de 1980.
La ocasión fue celebrar los 150 años del estreno de la ópera de Verdi en El Cairo (1871), pero casualmente la actuación coincidió también con los cincuenta años desde que Muti dirigiera por primera vez Aida en el lejano 1971. Desde entonces el director napolitano se ha acercado a este título verdiano muy pocas veces. En 1973 en la Ópera de Viena y en Londres, en 1975 en Florencia y en 1979 en Múnich; dejando por medio una grabación en estudio en Londres en 1974 con un reparto estelar y que todavía hoy es considerada una de las imprescindibles de toda la discografía de Aida. La ha retomado solo recientemente: en forma escénica en 2017 en Salzburgo y en concierto en Chicago en 2019.
La idea interpretativa de Muti escuchada en Verona (muy similar a las de Salzburgo y Chicago) sigue el surco de sus anteriores acercamientos de los años setenta del siglo pasado que interpretaban la obra de forma más bien lírica, con una atención mayor al lado intimista del argumento que atañe a los tres personajes principales, que al efecto espectacular de la famosa escena del baile y triunfo en el segundo acto. En la óptica de Muti (que bajo este aspecto sigue intachablemente el dictado verdiano) hay un sustancial equilibrio entre entusiasmo y desencanto, ya que son las pasiones humanas el verdadero centro de los acontecimientos y su difícil relación con una realidad despiadada y atroz. Pasiones que viven gracias a contrastes que son consecuencia de conflictos sobre todo íntimos e interiores.
La lectura del director italiano oscila de esta forma entre momentos de gran violencia colectiva (pero también afectiva y psicológica) y otros de sublime dulzura que abren paso al mundo de las ilusiones al que aspiran los personajes. Aida, Radames y Amneris, todos ellos, son almas atormentadas y perdedoras ya que en la obra de Verdi es imposible una conciliación entre los sentimientos individuales y las exigencias (fundamentalmente de fondo racial) de la colectividad que rige el poder, representada por el Faraón y los Sacerdotes.
Muti en su interpretación hizo hincapié en todos estos aspectos ofreciendo una lectura rigurosa de la obra, pero al mismo tempo de respiro amplio y homogéneo. Su lectura fue cuidadosa de cada detalle resaltado, sobre todo —gracias a la sobresaliente actuación de la Orquesta de la Arena—, la preciosa orquestación y la multitud de colores presente en la partitura, pero manteniendo siempre firme la atención a la evolución dramática del argumento hasta el último acto, que fue la verdadera joya interpretativa de la velada.
No menos impactante fue el trabajo con los cantantes de la compañía, determinado por una unidad de intentos interpretativos modélica en cada momento. Sobresalió ante todo la actuación de Eleonora Buratto en el difícil papel de Aida. La cantante, que debutaba por primera vez en el papel, fue capaz de subrayar cada inflexión expresiva del personaje con una voz perfecta en todos los registros y con una capacidad nada común de alternar el intimismo lírico con el desgarro pasional. Algo que evidenció también, aunque de forma menos cautivante, la Amneris de Anita Rachvelishvili. La mezzo georgiana fue incisiva y gracias a un fraseo, a veces ahondado en el registro grave, a veces susurrado, consiguió llevar en primer plano no tanto la nobleza del personaje cuanto su dimensión de mujer atormentada y sola.
Eficaz fue asimismo el joven Azer Zada en el papel de Radames. El tenor, pese a la evidente inexperiencia, fue capaz de una emisión limpia en todos los registros con un timbre agradable, sobre todo en los momentos del canto amoroso del aria del primer acto (terminada, por fin, con un Si bemol agudo en pianissimo, como prescribe la partitura) y en la escena final del cuarto. El barítono Ambrogio Maestri (con algunos problemas en la sección aguda del registro) dio por lo contrario la sensación de no entrar completamente en el papel de Amonasro dejando de lado el aspecto viril del rey etíope, pero siendo al mismo tiempo incapaz de convencer plenamente en el lado lírico de padre.
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