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Kris Kristofferson, la estrella que no morirá

En Cine y Series martes, 1 de octubre de 2024

Ángel Pontones

Ángel Pontones

PERFIL

A cada década le corresponden fetiches y símbolos. Llegan casi por casualidad aunque es fácil imaginar el trabajo o la suerte que habrán necesitado para serlo. Entre ellos hay determinados rostros ligados inextricablemente a cada una de aquellas, aunque sus carreras se hayan extendido posteriormente mucho allá de ese momento puntual. Resumiendo, es tan difícil extraer a Peter Sellers de los 60, como a Marilyn de los 50, o a Taylor Swift de nuestros 20.

Kris Kristofferson sería una de las caras esculpidas en el Monte Rushmore, de los años 70, y como el tiempo se aleja inexorablemente de ese punto, tarde o temprano debíamos escribir su obituario. Realmente no es solo el suyo sino el de una generación reducida poco a poco a fotogramas que a falta de mejor suerte, terminan por consumírsenos en la memoria.

Es muy posible que hayamos conocido antes al Kris Kristofferson actor que  al cantante, compositor y letrista que hablaba de las consecuencias de las malas decisiones tomadas, y abogaba para no encadenarnos demasiado a ellas. En un momento determinado de su  carrera este talento creciente topó con el cine, ayudado de una presencia imponente, una voz cavernosa y esa mirada entre traviesa e indolente que nunca le abandonó. Cuando las cámaras se fijaron en sus 190 centímetros de estatura, él ya había tenido tiempo de ser apadrinado por Johnny Cash, y de situar una composición propia llamada Me and Bobby McGee en lo más alto de las listas, tristemente ayudado por el shock que supuso la muerte repentina pero esperada de su interprete, Janis Joplin. El secreto del Kristofferson músico como igualmente lo sería en su vertiente de actor, era que transmitía una apabullante seguridad en sus posibilidades.

Fue un inconformista como Dennis Hopper quien lo reclutó en 1971 para un pequeño papel de un film tan de culto que hoy resulta casi inencontrable: The Last Movie (no confundir con la bastante más conocida y rodada el mismo año The Last Picture Show, la obra maestra de Peter Bogdanovich). A priori era una buena tarjeta de presentación aparecer en la nueva y esperada creación del chico malo de Hollywood, el encargado de sacudir sus cimientos y restablecer toda la fe en la producción independiente.  Pero aquí Hopper se pasó de frenada (no sería ni la primera ni la última vez) y la historia resultante fue una amalgama de buenas y malas ideas mezcladas sin ton ni son, convirtiendo  una crítica nada velada sobre como Hollywood puede corromper lo que toca (en este caso una localización de exteriores en un pueblo peruano, que reproduce a malas el argumento de la pelicula) en un batiburrillo con ínfulas de llegar a algún punto que solo conocía su director.

Este fiasco, que mandó al limbo la carrera de Hopper durante muchos años, no afectó a Kristofferson. Su siguiente proyecto, Cisco Pike (1972) ya lo tenía como coprotagonista en un policial bastante clásico junto a Gene Hackman, donde conseguía acaparar los mejores planos y hasta permitirse el lujo de hacer lo que mejor se le dio de siempre: mostrarse y cantar.  Este papel debió impresionar lo suficiente a Sam Peckinpah, otro director en el momento álgido de su carrera, como para servirle en bandeja de plata un personaje que además era un símbolo, el del forajido más versioneado de toda la historia del viejo oeste. James Coburn, otro duro de voz cavernosa, sería ahora su antagonista.

Pat Garret and Billy The Kid (1973) es un film complejo de evaluar, pues se pasea a menudo por el filo de su autocomplacencia, pero también contiene algunos de los mejores momentos de su director, y es sin duda la película ideal para explicarle a alguien que no conociera el cine de Peckinpah, lo que fue y supuso su obra. Es tan romántico y violento como cualquiera de sus trabajos anteriores, y presenta de nuevo un gran estudio de caracteres. Mientras que su Pat Garret es un cínico forrado de egoísta que, demasiado tarde, descubre que la elección correcta no siempre lleva a un buen puerto, Billy es un espíritu libre al que no parece frenar ni la cámara lenta de su director, ni el hecho de pasar un tercio de la película preso junto a un carcelero que no lo soporta. Otras versiones del personaje representaban a Billy como una mezcla de bala perdida y lunático. Aquí solo es un grano en el culo de gente demasiado poderosa, lo que nos pone enseguida en la pista de que su suerte está echada. Y Kristofferson lo da todo en estos 122 minutos. Sin solución de continuidad transmite alegría, petulancia, ironía, inocencia, crueldad y una extraña sabiduría que al parecer solo detecta esa especie de espiritu burlón que sobrevuela la cinta, y que a ratos parece un pasota llamado Alias y a ratos Bob Dylan.

Una vez asentada su carrera cinematográfica vendría a ser normal que a nuestro hombre le llegaran ofertas de más calibre, pero curiosamente lo que recibe suelen ser llamadas de outsiders como Martin Scorsese, que le recluta para una película aparentemente menor pero igualmente brillante, como Alicia ya no vive aquí (1974). También Paul Mazursky lo requiere para Blume enamorado (1973), otra rareza en la que como la anterior, el papel es de Kristofferson viene a ser contrapunto de la pareja protagonista. Tampoco le vienen mal estos secundarios, pues le permiten simultanear más fácilmente su carrera cinematográfica con la musical, la cual nunca dejó de lado y que por entonces ya acumulaba un puñado de trabajos estimables.

Peckinpah será el director que más confíe en sus capacidades, y volverá a llamarlo para Quiero la cabeza de Alfredo García (Bring Me the Head of Alfredo Garcia, 1974) donde completa lo que le faltaba a esa imagen icónica que le perseguirá siempre, una barba oscura e impenetrable que entierra los últimos restos de acné de Billy, y deja en su lugar a un Pope maduro, capaz de afrontar cualquier reto que se le ponga por delante.  Warren Oates, habitual de Peckinpah, borda al protagonista desquiciado que parecía en un principio destinado a Kristofferson, que se conforma con un papel bastante menor, pero pese al esfuerzo de todos los implicados esta oda al desfase será el primero de una serie de desencuentros de Peckinpah con la taquilla, de los cuales no se recuperará. Cuatro años después aún recurrirá al carisma de Kristofferson y el más dudoso encanto de Ali McGraw, como ganchos comerciales para Convoy (1978), una soporífera road movie de camiones que parecen no querer llegar jamás a su destino.

Antes de esto a Kris Kristofferson le llegaba el blockbuster que siempre se le había negado. Ha nacido una estrella (A star is born, 1976), tercera versión de un clásico de 1937 (la cuarta la sacó adelante Bradley Cooper hace unos años), con lo que esto suponía de apuesta, riesgo y expectación. Desde el primer momento no fue un camino de rosas: Para optar al papel hubo de esperar a que descartaran a Mick Jagger que no daba el tipo, a Dylan al que le faltaban registros, y a Marlon Brando que directamente no sabía cantar.

Una vez a bordo debió lidiar con un director como Frank Pierson que no le respetaba —los mentideros hablan de inquinas relacionadas con el pasado militar de ambos, uno demasiado sumiso a la cadena de mando, el otro demasiado rebelde—, y junto a una fuerza de la naturaleza como Barbra Streissand, que ejercía sin acreditarlo de co-directora y sin divulgarlo, de amante.  Pese a que Kristofferson se pasaría media película amarrado a una botella, pese al desequilibrio de poderes y egos, y a que muchas de las canciones estuvieran metidas en el film con calzador, delante de la cámara brilló una química mutua que convirtió esta aventura en el segundo taquillazo de 1976.  Si no dejó satisfechos a sus implicados, sí que derivó en una amistad entre Streissand y Kristofferson que se mantuvo toda la vida.

Cuando un western es a la vez el más hermoso y el más feo que dos críticos afines han visto nunca, o cuando una película es al mismo tiempo candidata a una Palma de oro y a cinco Razzies,  es que hay algo más en ella de lo que parece a simple vista. A estas anomalías en Francia se les llama Films Malades. Obras en las que su creador pone todo de su parte, se implica hasta el infinito y más allá, pero que por diferentes circunstancias  no son comprendidas o no se hacen entender. La puerta del cielo (1980) entraría sin calzador en esta categoría. Por tercera vez Kristofferson vuelve a encontrarse con un director en su mejor momento como es Michael Cimino, pero buscando el más difícil todavía, acompañado eso sí de una buena idea y un reparto impresionante. En retrospectiva casi estaríamos tentados en calificarlo de gafe.

Este western malade está rodado fuera de su tiempo, en una época en que el genero se habia reinventado tantas veces que ya no sabía a qué publico dirigirse, bañado en una estética feísta sacada de Sergio Leone y sucesores, pero suavizada y mimada de algún modo por los inventores del género, y por paisajes menos abruptos que el desierto de Almería. La eterna historia de enfrentamientos entre terratenientes y ganaderos está bien presentada y hasta resulta interesante esperar a ver adonde va a parar todo, pero el perfeccionismo de Cimino empeñado en convertir cada plano en un paisaje, la ralentiza hasta casi detener el tiempo. Y en Hollywood la principal medida de tiempo es la pasta.

Heaven's Gate (Michael Cimino, 1980)

Casi todo buen film malade accede a ello tras pasar por la tijera de la sala de montaje y éste no será una excepción. Su versión íntegra o casi íntegra (3 horas y 39 minutos) enriquece a los personajes de John Hurt y Christopher Walken, y pinta matices en el menos perfilado de Kristofferson, joven idealista reconvertido en íntegro agente de la ley, reconvertido a su vez en paria desengañado. Pero a estas alturas la producción está condenada y United Artists, en liquidación por derribo. La versión que llegará a medio mundo, amputada, deshilvanada, es poco menos que considerada un anatema. Gracias a La puerta del cielo, los años 80 estrenarán cinematográficamente nuevo logo: el de United Artists unido al león de la MGM, último asidero que les permitió sobrevivir.

Y en cierto sentido este fiasco es el que marcaría un impasse en la aventura cinematográfica a la que Kris Kristofferson accedió para ser aún más grande de lo que su  físico indicaba. Esto no quiere decir que dejara de rodar (su última producción data de 2018) pero en todo lo que ha venido después y ha sido mucho, el espíritu ya no estaba allí, dejando únicamente la presencia necesaria para cobrar el cheque de turno. Quitando excepciones, de nuevo independientes, como Inquietudes (Trouble in Mind, Alan Rudolph, 1985) y sobre todo John Sayles, que supo sacar partido a ese rostro endurecido por los años (Lone Star, 1996), Kristofferson había vuelto realmente a donde nunca acabó de marcharse. A las reuniones con Willie Nelson, Emmylou Harris, Waylon Jennings y toda la buena gente de Nashville.

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