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Kafka, Lennon y la ‘petite mort’

En Cultura martes, 1 de abril de 2025

Óscar Carrera

Óscar Carrera

PERFIL

Lo dicen los títulos de las dos obras más conocidas del escritor Haruki Murakami: Kafka en la orilla y Norwegian Wood. Desde Japón, Kafka y los Beatles como embajadores del canon occidental en el siglo XX. Ambos revolucionaron su respectivos campos y proyectaron una sombra ineludible sobre el oleaje de las generaciones. Y sin embargo, cuan diferentes eran: el éxito fulgurante y sin precedentes de los Beatles contrasta con el empleado de compañía de seguros garrapateando papeles en las heladas noches praguenses. Del seguidor de la vida simple y natural que cultivaba el romance epistolar (más alguna visita al burdel) a los tours dignos de Satyricon que desvelaba John Lennon. El de Kafka era un arte de grutescos (“De bichos, sabandijas, quimeras y follajes”) y de parábolas que un siglo después no alcanzamos a captar del todo. Los Beatles, por su parte, serán recordados como los chicos que descubrieron la fórmula de la melodía perfecta.

Además de su impacto en el resto de la cultura, Kafka y los Beatles comparten una singular fortuna: carecen de declive artístico. Después del momento culmen vino la descendencia, no la decadencia. Los Beatles se separaron en su décimo año, grabando un álbum icónico desde la portada, y Kafka moría de inanición (inducida por tuberculosis) mientras preparaba un volumen que contenía dos de sus cuentos más rememorados, el intitulado Un artista del hambre. Los propios proyectos en solitario de exBeatles demuestran que, tarde o temprano, la entropía se enseñorea de cualquier carrera, especialmente para quienes en su juventud se frieron el cerebro a drogas y otros estímulos. Más difícil pronunciarse sobre Kafka, naturista que no consumía alcohol ni estupefacientes y que más de una vez soñó con marcharse a Palestina a labrar la tierra o montar un restaurante vegetariano. Uno querría pensar que se habría mantenido en sus trece, de seguir escribiendo y, aún más importante, de seguir viviendo, es decir, de seguir desencajando con la vida muchas décadas más.

Kafka

Kafka y Brod.

El caso de Kafka es intrigante, pues algunas de sus obras consideradas maestras son inacabadas, acaso inacabables. Las novelas exigieron una intensa labor de edición (por su amigo Max Brod) para devenir legibles. En cambio, muchos textos breves son de una escritura magistral que simplemente se corta a media frase. En qué somnolencia sin esfuerzo escribí esta cosa inútil e inacabada (Diarios). Se abren múltiples posibilidades argumentales, pero el cuento queda bien segado. O sobrevive en la memoria debido a su potencia previa al frenazo. En algunos fragmentos inéditos podemos detectar lo que parece ser el torrente de la creación en su estado prístino, sin retoques, sin correcciones. De repente, se corta.

Segar es la palabra. En cierto sentido, la creación artística funciona como una vida en miniatura, con su palpitante irrupción, su lenta maduración y su estocada final. Pero, a diferencia de los seres vivos, que aceptan convertirse en un frágil remedo de sí mismos, las obras de arte exigen ser segadas antes de tiempo, en el esplendor de su lozanía, para no llegar a viejas, ocultas tras una arrugada capa de detalles innecesarios, torpezas y achaques técnicos fruto de replantearlas durante demasiado tiempo. Hay que saber ajusticiarlas en su debido momento: el último retoque es el último suspiro, y lo que venga después (la publicación, la edición) no son sino exequias, ritos fúnebres perfectamente prescindibles en los que la sociedad se reunirá para admirarlas. Todos los premios al arte son, pues, póstumos, en tanto que celebran algo, el instante creador, que ya no está entre nosotros…

Una vida artística se vuelve un mito, es decir, arte, cuando sigue el mismo patrón que la obra lograda, incluida la guillotina. Es lo que sucede con Franz Kafka y otras “leyendas“, entre ellos el ente que denominamos The Beatles: cosecha madura en un siglo de obras sobrecocidas y carreras escaldadas, una era cuyo mandato de vivir intensamente sembró la misma decrepitud que le horrorizaba.

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