Vuelve el escritor Jordi Corominas, y lo hace reflexionando sobre el tiempo y la identidad, en su libro El último libro de la vieja Europa (Sílex). Se trata de un ensayo en clave literaria que es también una apología de la libertad, donde el caminar sin rumbo se convierte en autoconciencia y rebelión al orden impuesto, en un momento donde el mito neocapitalista de la innovación y del bienestar, la violencia constantemente sofocada por un poder estatal que busca mantener el orden, sirven a Corominas para mostrar el fracaso de una sociedad cuyo sistema acelera y desprende de la necesidad de curiosear, reflexionar y actuar, mientras evoca figuras de una Europa pasada sin fronteras.
¿Qué te impulsó a escribir El último libro de la vieja Europa?
Cuando tenía veinte años viví en Roma y escribí un diario al estilo del Último libro de la vieja Europa en catalán. Lo tengo bien guardado y hasta lo corregí hará un tiempo, pero debo escribir muchos más libros para que les interese publicarlo.
Pero no, ese no es el motivo. La verdad es que me propusieron escribir algo en torno a mis viajes, pero la idea eran cincuenta páginas y no me lo notificaron hasta que llevaba más de doscientas, por lo que decidí seguir y estructurar la obra tal como la había pensado, como un dietario que recogiera todo mi periplo de paseante durante los nueve días que pasé entre París y Florencia, jornadas sin móvil, de aislamiento completo, no tenía intención de entablar amistad con nadie, e inmersión completa en el paisaje urbano para ver cómo había cambiado mi yo porque tanto la capital francesa como la de la Toscana son espacios que he visitado mucho. Ellos no cambian mucho, pero las personas vamos enterrando nuestros yoes en el camino y la percepción nunca es la misma. A través de variarla podemos averiguar nuestras metamorfosis.
Cuando renunciamos a caminar voluntariamente, ¿a qué estamos renunciando exactamente?
Difícil respuesta. Las dinámicas de la sociedad no alientan el acto de caminar, y si te fijas la mayoría se mueve en espacios muy básicos y trillados. La opción cotidiana es seguir una serie de recorridos básicos que siempre son más monótonos porque la visión suele centrarse en el teléfono. Las personas ven y miran poco y ese es un gran fracaso. Por lo demás la mayoría, sobre todo en las grandes ciudades, ha asumido a la perfección la dinámica de no perder el tiempo y por eso usan el transporte público para acelerar sus desplazamientos. Eso comporta una pérdida irreparable de la curiosidad, la posibilidad de sorprenderse y hasta de comprenderse a uno mismo, porque si simplemente hablamos del lugar en que vivimos debemos saber que, sin dominarlo, sin entender su complejidad, también nosotros quedamos incompletos.
¿Podríamos decir que hoy, caminar sin rumbo, es una forma de resistencia política, de subversión al poder?
Caminar sin rumbo es una apología de la libertad expresada desde muchas vertientes. Es una rebelión a un orden impuesto y es como todo en la existencia, si amplías tu espacio logras expandirte a ti mismo. Por lo demás, en una época donde se exalta lo individual, pero todos caen en lo mismo para ser el rebaño que los poderosos quieren, es un ejercicio magnífico para entrar en uno mismo y adquirir una conciencia crítica. Al observar el entorno y aprehenderlo estimulamos una barbaridad de factores que conducen a una conciencia crítica. Al pasear solos meditamos más y desde nosotros, creo, vamos hacia lo colectivo, porque al fin y al cabo el paseo es fundirse con pasado, presente, futuro y la misma sociedad. El ciudadano es aquel que desde su autocrítica la ensancha hasta pensar en los demás, y eso, como pasear, es construir.
¿Es por esa calidad de resistencia por la que a quien camina sin rumbo se le tacha de loco?
Estamos en un momento tan pasivo que no creo que nadie se moleste mucho si uno camina sin rumbo, de hecho, desde el surgimiento de la modernidad el flâneur juega con la ventaja de pasar desapercibido entre el marasmo, y ahora más si cabe porque, como dije antes, nadie se fija en sus semejantes. El paseante es un ser anónimo que es, al mismo tiempo, espía, detective y verdugo del balneario al no acatar las normas que le imponen.
Con lo acelerada que se ha vuelto nuestra vida, ¿todavía podemos ser una sociedad que camina? En un mundo cada vez más digitalizado, ¿urge encontrarse en la calle?
Es que debemos ser una sociedad que camina para rebelarnos ante esa imposición del tiempo rápido. La velocidad que nos imponen es una herramienta perfecta de control que consigue anular el pensamiento de todo tipo, no sólo crítico, es como con las noticias y las redes sociales, todo dura menos de un día y a la mañana siguiente ya se ha olvidado. Lo curioso es que pasear no cansa porque es energía, y no lo digo desde una óptica Paulocohelista, sino más bien desde la perspectiva de andar con los ojos bien abiertos y abrazar lo que nos rodea desde una lentitud dominada por nuestra mente y nuestros pies. Lo mismo ocurre con encontrarse en la calle. La aceleración genera la ilusión imbécil de personas con agendas de ministros y bien, no es así, pues no hay nada mejor que tomarse su tiempo, quedar con amigos, conocer personas, hacer el amor, emborracharse, bailar o, simplemente, reír en compañía.
¿Piensas que la ciudad es la puesta en escena de una realidad simulada de la que se expulsa aquello que no conviene mostrar? En este sentido y parafraseando a Lefebvre, ¿se nos ha arrebatado el derecho a la ciudad?
Sí, la ciudad es un gran teatro que desde los años ochenta quiere ser homogéneo en casi todas las latitudes. Por eso mismo pasear también es una forma de rebelión porque nos conduce a dominarla. Si hacemos nuestra la ciudad dejamos de ser marionetas que escapan al titiritero. Otra cosa es que las personas, tan revolucionarias de sofá en el siglo XXI, tengan el ánimo para hacerlo. Con el paseo uno toma la calle solo, sin toda la emocionalidad de pacotilla actual porque activa el pensamiento y no cae en horteradas que a todos nos perjudican. De hecho, es difícil creer en verdaderas revoluciones por la pasividad contemporánea y el paseante, a su manera, es un revolucionario frustrado y una voz, que, en silencio, clama en el desierto. Hasta es probable que seamos una cofradía de conspiradores, pero eso nunca lo sabréis, además como circulo en soledad, no doy palmaditas en la espalda y soy de izquierdas nadie me hace caso.
“Caminar sin rumbo es una apología de la libertad expresada desde muchas vertientes.”
Mientras que la ciudad subterránea es proclive a la digresión, la ciudad de diseño parece que reclame que no nos perdamos, y que ésta cada vez se está anteponiendo más, como una forma de aplacar todo pensamiento en relación a la ciudad y uno mismo. ¿Cómo percibes este cambio? ¿Hacia dónde crees que nos están empujando las nuevas ciudades? ¿Y la nueva Europa?
La ciudad de diseño, algo que advirtió Pasolini hace más de cuarenta años desde otra tesitura, es la homologación absoluta, puro artífice del rebaño que antes mencionaba, un hipócrita dechado de apariencia cool. El parque temático de las urbes del siglo XXI impide el laberinto y aquí surge la odiosa expresión zona de confort. Efectivamente más que un espacio de libertad las personas asumen vivir, quizá sin saberlo, en una cárcel sin rejas, pero como nadie se queja eso presupone aceptación. Lo más triste es que, salvo excepciones, ni siquiera son turistas de sus propios muros, ignoran su historia, sus piedras y salen poco de una serie de pautas marcadas.
Quizá la única esperanza, y sirve para las dos últimas preguntas, es plantearnos de verdad qué izquierda queremos para el siglo XXI. El municipalismo es una herramienta maravillosa para cambiar el mundo y, como europeos, es nuestro deber potenciarla, pero otro problema es que nadie mira a nadie y la nueva política no cumple con su idea de dar a los que más sepan los puestos para activar las partículas de cambio. Más allá de esto con la ciudad entramos en el tema de la identidad, que en el siglo XXI no tiene sentido desde lo nacional, eso es retrógrado, por no usar palabras más gruesas. Europa siempre fue una red urbana. En el 212 todos éramos ciudadanos romanos. Lo mismo debemos pensar ahora, desde la importancia de la pertenencia y la integración de los que llegan. Asimismo, otra lucha urbana debe ser pedagógica, conocer la ciudad es propiciar un crecimiento individual, y ecológico para que no todo se vaya a la mierda. A veces pensamos que los gobiernos deben hacer todo porque los votamos. Lo cierto es que hacen poco o nada, así que, desde el barrio, con, por ejemplo, las asociaciones de vecinos, debemos volar hacia lo universal.
¿Quién puede caminar en las ciudades?
Todo el mundo puede caminarlas, la cuestión es no poner barreras al propio campo, algo demasiado frecuente. Es mejor hablar en silencio, ya sufrimos bastante ruido de todo tipo. Eso sí, comprad todas las reservas de Bezoya de litro y medio o dádmelas.
Para terminar, ¿hacia dónde se encamina Jordi Corominas?
Jordi Corominas is always correcting the situation. No, a ver, también, pero voy hacia lo de siempre, no sé vivir sin rock and roll ni agitar el árbol, porque todo está demasiado aburrido y me ha tocado una época demasiado conservadora. Terminé con Loopoesía, pero eso no significa que abandone los escenarios, de hecho, cada vez los echo más de menos y son una parte esencial de mi ser. Aún no tengo un proyecto nuevo en ese sentido, pero ya llegará. Ahora que terminó parece que a todos les gustaba mucho Loopoesía, pero la verdad es otra, hasta creo que dio miedo a bastantes, los que ponían un dedo para arriba en redes y nunca vi en calles, jardines, teatros, librerías y todos los lugares donde actué durante esos ocho años mágicos. El proyecto siempre caminó porque le di cuerda y al desafiar los cánones de la poesía muchos del gremio me dieron la espalda, lo que me dio más o menos igual, salvo porque nunca me invitaron al festival de mi ciudad, siempre tan progresista e innovadora, salvo para los que quieren romper el marco desde sus murallas.
Eso era un desahogo, ahora sí voy en serio y hablamos del futuro te diré que manejo varias cosas. Estoy pendiente de la aceptación de una novela, las editoriales son más lentas que el caballo del malo, e intento colocar un libro de paseos barceloneses que escribí en catalán porque con la situación de mi tierra me apetecía recuperar mi lengua materna para la escritura. Me lo pasé bomba escribiendo ese libro, fue como un juego que retomaba cada noche al llegar a casa. Una editorial me respondió que era demasiado innovador, porque se estructura en párrafos cortos, y ahora espero que encuentre acomodo en otra, pero leches, es difícil publicar en catalán, y no me extenderé más en eso.
Por lo demás preparo un ensayo, hablamos de él hace años, sobre Manet y Casas. La diferencia para con aquel entonces es que la fase de investigación está muy avanzada y espero ponerme con él esta primavera. Ah, y siempre queda pendiente la novela de Lucanor Trismegisto, tener un hijo, reír todo lo que pueda y dejar Facebook. Todo llegará.
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