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Indie rock con nombre de mujer para tiempos inciertos

En Música jueves, 2 de abril de 2020

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

No descubrimos la pólvora a estas alturas si recalcamos que un porcentaje abrumador de los discos de pop y de rock más interesantes que se están editando en los últimos años llevan firma femenina. No importa el estilo que abordemos: pop mainstream, r’n’b, electrónica, estilos que coquetean o directamente se zambullen en la experimentación, rock de raíces o indie rock.

Quizá sea aventurado, o puede que hasta inconscientemente sexista (¿quién sabe?) tratar de averiguar los motivos por los que una cierta sensibilidad femenina parece estar en condiciones de plasmar la complejidad del mundo que nos ha tocado vivir sobre un pentagrama, en los surcos de los discos o en la información que se almacena en cada uno de los bits de memoria que componen una pista de mp3.

¿Será la ausencia de prejuicios y la audacia creativa de quien llega a la cima topándose con más dificultades de las deseables? ¿Será una mayor capacidad de empatía para observar la realidad y exhibir los diferentes estados de ánimo por los que todos atravesamos de vez en cuando, y que tanto nos cuesta modular o explicar? ¿Será el haber crecido sin los códigos grupales —y por ello, restrictivos— de los hombres (de más de cuarenta años, aclaro) que empezamos a entender el mundo que nos rodea, a través de las canciones de esos grupos a los que jurábamos fidelidad, como si de una religión se tratase?

El caso es que dentro del último de los negociados que hemos listado, el del indie rock, servidor confiesa que lleva ya al menos un par de años enganchado a los discos que en los últimos dos o tres años están facturando nombres como los de Snail Mail, Lucy Dacus, Stella Donnelly, Marika Hackman, Caroline Rose, Soccer Mommy o Waxahatchee. Todas continúan, cada una a su manera, la saga que proponen nombres más consagrados entre público y crítica, como los de Angel Olsen, Jenny Lewis, Courtney Barnett o Lydia Loveless. Y perpetúan la labor pionera que en su momento trazaron Liz Phair y tantas otras mujeres en los noventa.

Las tres últimas de ese listado de nombres ya no tan emergentes acaban de publicar sus nuevos álbumes. El cuarto en el caso de Caroline Rose y Soccer Mommy, el quinto en el caso de Waxahatchee. Y los han afrontado de una manera divergente. Desde el continuismo, desde la incursión en estilos más contemporáneos o aventurados o, por el contrario, desde el retorno a las raíces. Es decir, desde el paso decidido hacia adelante, desde la mirada hacia atrás o desde el afianzamiento de la misma fórmula. Cualquiera de esas vías es más que apropiada cuando las canciones lo valen. Y vaya que si lo valen.

Poco queda de la Caroline Rose que empuñaba una guitarra acústica y expedía letanías country en sus primeras entregas. El sentido del humor, la capacidad de reírse de sí misma (se nota que tiene ya 30 primaveras cumplidas) y un brillo sintético muy acentuado dan forma a Superstar (New West, 2020), un disco en el que la neoyorquina se nos disfraza de anti heroína en busca de un improbable éxito comercial, reflejando las contradicciones de la fama y la celebridad —esa que ella aún no ha probado— en canciones tan efervescentes como “Nothing’s Impossible”, “Feel The Way I Want” o “Back at the Beginning”. Estilísticamente, es un firme paso adelante, aunque no tan fresco y brillante como Loner (New West, 2018), su extraordinario anterior disco.

Algo más previsible, aunque no menos disfrutable, es Color Theory (Loma Vista/Caroline/Music As Usual, 2020), el disco con el que Sophie Allison (Soccer Mommy) afianza una propuesta que se zambulle con mayor determinación que nunca en la depresión, la tristeza y la muerte de seres queridos (su madre lleva diez años batallando contra un cáncer terminal).

Así visto, el asunto podría parecer más indicado para pegarse un tiro o directamente cortarse las venas (no digamos ya con lo que nos rodea estos días), pero no se dejen llevar por las apariencias, porque las nuevas canciones de la de Nashville tienen un poder mucho más curativo que abatido, y la producción de Gabe Wax (Beirut, The War On Drugs, Palehound) enluce lo suyo. Es un disco que acoge, que reconforta, que da calor. De ese que tanto necesitamos ahora.

Siguiendo precisamente la ruta inversa a la de Caroline Rose, Katie Crutchfield (o sea, Waxahatchee) se aleja de la electricidad indie rock que frecuentaba para rebuscar en sus raíces de Alabama y despachar una muy bonita colección de viñetas country, de música de raíz norteamericana en la estela de Lucinda Williams o el mismo Bob Dylan. Un giro considerable, consecuencia de su firme intención de dejar de beber (así lo confiesa), que amplía su rango expresivo y confirma que hay una artista de mayor cuajo y recorrido del que parecía.

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