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El superpop bastardo, femenino y deslocalizado que define 2019

En Música 1 mayo, 2019

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

Todos hemos escuchado muy a menudo decir que el mainstream actual ya no es como antes. Todos hemos podido caer en la tentación de repetirlo. Añoramos —hasta cierto punto— aquel menú que hoy en día abastece las emisoras de oldies, ya sea en su vertiente más rockista (Rock FM) o en la reformulación del viejo canon M80, hoy convertido a Los 40 Classic: esas canciones que eran de dominio público, en las que calidad y comercialidad se daban la mano en dosis razonables.

Era un tiempo en el que la música pop tenía una presencia más invasiva en nuestras vidas, porque no estaba sometida a la customización individual. Nadie se hacía sus propias playlists, salvo que tuviera la santa paciencia de grabar canciones en una cinta de cassette. Lo que uno escuchaba en la radio o en la tele era lo mismo que en la tienda de la esquina o en la radio del taxi o el autobús. Aquellas canciones, ya fueran de Duran Duran, Cyndi Lauper o Madonna, se nos quedaban grabadas en el hipotálamo.

Billie Eilish. Superpop

Billie Eilish

Es cierto, el mainstream actual no es lo mismo. De hecho, es generalmente más audaz. A poco que uno se moleste en rascar un poco, más jugoso. Sus producciones son más abigarradas. Sus estrategias de marketing, más innovadoras y originales. Sus mensajes, más desafiantes y libres de prejuicios y visiones estereotipadas. Y, sobre todo, es mucho más bastardo en su forma de combinar estilos. Incluso más mestizo si nos atenemos a su procedencia: algo bueno debía tener la globalización. Y por supuesto, con un protagonismo femenino mucho más acentuado.

El caso de Billie Eilish es sintomático: acumula millones de reproducciones y junta a miles de fans en sus conciertos con producciones oscuras, letras malrolleras que lindan con lo gótico y una voz que apenas necesita rasgar decibelios, que musita y apenas grita.

No se sabe muy bien si calificar lo suyo como r’n’b, trap, neo soul inquietante o gótico digital, porque tiene un poco de todo ello. Transmite autenticidad. Lo suyo suena a realidad. Y lo mejor de todo es que ni siquiera alcanza la mayoría de edad. Tiene todo un mundo por delante.

Lorde y Florence and The Machine son las dos principales inspiradoras de esta oleada. Alice Merton, quien nació en Alemania, pero se ha criado en Canadá y Reino Unido (su tránsito es similar al de Héloïse Letissier, el alma de Christine & The Queens, con quien comparte muchas cosas) es otro de los nuevos nombres a retener. Tiene 25 años.

Millones de fans la siguen en plataformas de streaming merced a un álbum debut (MINT; 2019) repleto de canciones burbujeantes, como “No Roots”, “Homesick”, “Speak Your Mind”, “I Don’t Hold a Grudge” o “Why So Serious”, todas aderezadas con la producción de Nicholas Rebscher (Charlotte OC, Aurora). Es pop chicloso de excelente factura. Funcional y transversal. Comercial pero con mucho cuajo.

En la misma liga juega la norteamericana Maggie Rogers, quien creció admirando a Lauryn Hill y Erykah Badu por los discos que le ponía su madre en casa, luego descubrió los placeres de la electrónica en un viaje a Francia, y cuando demostró sus habilidades a Pharrell Williams le dejó alucinado. 

También con 25 años (recién cumplidos), se ha sacado de la manga un segundo disco que es algo irregular, pero dispensa algunas canciones deslumbrantes, de esas que se te pegan como una lapa: “Give a Little”, “Alaska” o “Say It” son la prueba. Entre los responsables de su excepcionalmente pulido sonido figuran Rostam Batmanglij (Vampire Weekend) y Greg Kurstin (Adele, Paul McCartney, Liam Gallagher).

Otro de los trazos comunes a esta pléyade de mujeres es su desdén por las expectativas. Basta que el público aguarde una continuación fiel de la fórmula que las ayudó a despuntar para que algunas de ellas se desmarquen con trabajos de un perfil comercial muy por debajo de lo esperado.

Eso es lo que ha ocurrido con Solange (sí, la hermana de Beyoncé, pero mucho más que eso) y su nuevo álbum, que se inspira en el Stevie Wonder más complejo y experimental (el de Journey Through The Secret Life of Plants, de 1980) para acabar lidiando con las mismas armas que la mejor Erykah Badu o Janelle Monáe. Su When I Get Home (2019) es una de las apuestas más sutiles y con más clase de lo que llevamos de año.

El listado podría seguir, incluso con valores al alza que pretenden alinearse con el signo de los tiempos mientras reformulan un clasicismo de singer songwriter que emana de los años setenta y al que añaden rugosidades electrónicas, como es el caso de Titanic Rising (2019), el estupendo nuevo ábum de Weyes Blood, que no es más que el alias de la compositora estadounidense Natalie Mering.

El caso es que, mientras parte de nuestros vecinos se recluyen—tanto aquí como fuera, ya sea en Italia, los EEUU o Brasil— en sus viejas y apolilladas esencias al ritmo de capitanes que se levantanimperios que contraatacan y novios de la muerte, el mundo sigue girando, cambiando, evolucionando, haciéndose cada vez más complejo, alérgico a los desgloses de una pieza y a las lecturas simples. Y el pop de amplio espectro, cada vez más híbrido, más deslocalizado, más desprejuiciado y más femenino, lo refleja. Y eso tiene poca vuelta atrás.

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