Todo el mundo tiene desidia o mal humor: la raza gris. Hablamos sobre Halloween, la pena, el amor y la estupidez del discurso de la identidad cultural.
La otra noche soñé que hacía el amor con una modelo de Victoria’s Secret. Mi cuerpo despertaba arañado como si hubiera atravesado, desnudo, los ásperos zarzales del solar donde perdí el balón de mi juventud.
Mi Yo con rozaduras. Tal era, al parecer, la materia seca del armazón que impedía que se precipitase al suelo no un tailleur de terciopelo negro ribeteado de trencilla con aire de Jazz sino la finísima piel de una zombie hermosa y distante salida de la cartelería del centro sin librerías de mi ciudad.
Sí, en nuestro país se venden menos libros que banderas, se es, sobre todo, contra otro y por ello todo el mundo cree saber perfectamente quién es.
Sonaba en ese sueño social (análisis social, por supuesto, epidérmico o superficial) un tema de Beach Slang cuyo título (“Bad Art and Weirdo Ideas”) me recordaba dolorosamente el tipo de actuación como de raza gris o sin ganas que uno mismo estuvo a punto de perpretar en Intramurs.
Por ello sugerí ponerme al despertar, a modo de broma privada o solo para mí, “Nothing’s Gonna Hurt You Baby” el tema más sexy de Cigarretes after sex, Brooklyn’s dream-pop.
Hay cosas que hacemos que los demás observan con indisimulada extrañeza, a menudo escandalizados, siempre de forma negativa como presumiendo nuestra estupidez y, sin embargo, revisten un profundo sentido para nosotros.
Esas cosas que hacemos frente a todos, sin todos o prescindiendo de todos, guardan un sentido extraño destinado a complacer aquella parte íntima de nosotros mismos que tiene que ver con el sueño que un día mantuvimos en privado, acerca de la persona que queríamos llegar a ser.
Y eso es casi todo lo que sé acerca de la identidad.
Hay una raza contra la que tengo prejuicios. No es blanca ni negra… tan idiota no soy. La llamó raza gris. Es dejada y quejumbrosa, vive como si tuviera que vivir eternamente (aplazando sine die el momento de vivir), jamás se esfuerza ni se distingue de los demás por alguna forma distinta de pensar, si es poeta no le verás jamás alegre ni leyendo sin copiar a otro poeta, si es padre enseguida habla de matar… le preocupa que lleguen inmigrantes, la pérdida de identidad cultural (no de Mallorca con todo su alemán sino de Europa por la llegada del refugiado musulmán) habla de integración como si la nuestra fuera una sociedad… integrada, como si convivieran con la hija del dueño del Santander o fueran al mismo banco que Pujol, como si no hubiera más distancia entre un murciano ecologista, republicano y vegano y un albaceteño católico y ultramonárquico que entre un pobre de Albacete y otro de Senegal. Como si todo, todo, todo fuera cuestión de religión, esto es, del Islam.
Hay películas como la del fotograma justo arriba (Una paloma se posó sobre una rama a reflexionar sobre la existencia) con las que de pronto compartimos un… oído. Es el oído que permite escuchar con extrañeza el desvarío. Hay quien aborda los frágiles colchones de emigrantes en alta mar para proteger su identidad. Y hay hombres que se llenan de tatuajes no por ser sino por no ser menos que los demás… Y hay mujeres cuya contemplación de su estar estático agrada a la vista por la forma maniquiforme en que le cubre la ropa, como tropezando una manto de niebla entre ramas secas de un árbol altivo, sin embargo, uno escucha cómo pretende su raza gris imitar a tal o a cual y un nervio afín al efecto de la droga sintética y un reaccionar nervioso ante las cosas y un fumar-hablar con prisas, sintácticamente raro.
Entonces distinguimos su forma de cadáver, su reflejo monárquico y se aproxima a nosotros un sentimiento elevado (quizás una nostalgia) de mujer republicana y cálida, como de semántica de septiembre, andar sereno, en definitiva otoñal y más solvente. Dan ganas de vaciar el chat absurdo de amistades, que en realidad nunca quisimos aceptar y borrar la lista de contactos telefónicos con la determinación con la que hacemos desvanecer el histórico de visitas de páginas porno de la web sin que nadie haya sido capaz de decirnos, hasta ahora, de forma convincente dónde exactamente éstas se van.
Tengo un recuerdo de Halloween ligado a una noche de niebla junto a la nieta de un gran escultor, el mítico film de John Carpenter, el tema “Halloween” de The Dream Syndicate y la decisión tomada con la luna de hacer algo distinto con mis días. No sé (nadie lo puede saber) si recordaré exactamente la forma de lograrlo pero sí sé que siempre habrá un lugar dentro de mí (como en aquella hermosa cita de Scott Fitzgerald que un día me dedicó mi amiga Eva Peydró) donde podré encontrar al chico que aquella noche fui.
Y hay artistas que quieren acabar con el capitalismo, pero venderían más caro si pudieran y hay personas que pretenden cambiar el mundo sin transformar un ápice de sí mismos. Y hubo en EEUU un divertido progresismo que contó muy bien Tom Wolfe en el que una izquierda exquisita quiso mostrarse cercana a los sin techo o a los Panteras negras sin llegar ni siquiera a comprender la más evidente de las circunstancias en las que estos desarrollaban su desesperada lucha. Y aquí ni siquiera hay el intento del burgués más atontado de la Moraleja por apoyar una causa lejana: la de los refugiados que llegan a Melilla.
Y hay a quien le parece mal la fiesta de Halloween por pagana o importada, sin pensar que si el fast food tuvo que ver con el escaso tiempo (45 minutos) y las posibilidades económicas que tenían en ciudades como Nueva York los trabajadores que intentaban labrarse un futuro digno, en realidad el fast food puede perfectamente resultar de un bar donde sirven tortilla de patatas. Es decir, el fast food tiene que ver con la identidad… pero no con esa identidad.
Pensaba en ello esta mañana al terminar las deliciosas memorias de Marcella Oslchki que nos regaló Pablo Miravet.
Y están quienes afirman que el refugiado musulmán no se podrá integrar, ostentando en la barra del bar una repentina y atrevida afición por la sociología de las religiones o por la antropología sin tener ni puñetera idea de quién es Max Weber o Clifford Geertz. Y hay quienes no saben vestir sin marca, y quien no puede escapar del fundamentalismo del sentido común, de la misma forma en que están quienes aceptaron sustituir su contradictoria identidad por la afectada y plana forma de hablar de los seriales de Antena 3, una variación de una enfermedad identitaria desagradablemente contagiosa: el mal de la simpatía improcedente.
Y hay madres a las que les asusta Halloween aunque no vean a su alrededor historias terroríficas, por ejemplo, que la lucha de clases no solo existió sino que la siguen ganando los ricos, que el fascismo no sólo pasó a Madrid, se metió con ellas en la cama.
De España nunca entendí el futbol dicotómico (Barça o Madrid), ni los toros, ni la mezquindad, ni la Semana Santa, ni el Rocío, ni qué celebraba exactamente la canción “Europe is living a celebration”, ni el hispano afán por criticar a la gente que triunfa, ni ahora entiendo qué tiene de malo “importar” una fiesta ¿no dependerá simplemente de lo divertida que resulte? ¿es mejor el Corpus Christi? ¿Resultan importados Jeremiah Johnson, Thoreau, Hemingway, Melville, Raymond Carver, Susan Sontag, Huston, Altman, Lauren Bacall (delgada pero no enflaquecida) Spielberg y el cine americano (un pleonasmo al decir de Truffaut), el rock, Dylan, la Creedence, la novela negra, Hammet, Pynchon… Halloween? Recuerdo una noche en Barcelona a Antonio Beneyto hablar de “la beat generación” de la forma en que hablamos de un viejo amigo del barrio o de un artista local, oh, la otra Barcelona y la identidad…
No hay nada, por cierto, como parodiar el terror y la muerte para sentirse divertidamente vivos. Bueno, quizás sí: ser capaz de hacer parodia de nosotros mismos. Y es con eso, sobre todo, con lo que me identifico con Halloween, aunque a veces comprendamos a los grises (la raza seria): como ellos uno quizás arrastre consigo una parte muerta de sí.
Hermosos: disfraces de Halloween
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