Green Room, la nueva película de Jeremy Saulnier (Blue Ruin) no tiene reparos en ir de frente con la violencia que en ella se desencadena. La historia sigue el tour de una banda punk de chavales acabados, que viaja por la América profunda rascando conciertos cutres en bares grafiteados de baja alcurnia. Es en un pub de una banda de neonazis donde acaba el grupo que nos atañe, salvo que su actuación no acabará tras el último track. El bajista entra por error en una habitación en la que se ha cometido un asesinato y lo que se desata es un enfrentamiento a vida o muerte entre ambos mundos, punkarras y extrema derecha.
Saulnier, al que conocemos por el estilo a fuego lento que demostró manejar muy inteligentemente en la genial Blue Ruin deja aquí que la violencia tome el protagonismo que ella requiere. El realizador también aprovecha que Green Room está ambientada en un bar incomunicado y ajeno a la civilización, para asumir la fórmula de un género con el que el filme se identifica en muchas etapas de su recorrido: el del terror. Casi como un La cabaña en el bosque, pero con pinceladas sangrientas del thriller de gánsteres y un variopinto humor autoconsciente que asegura entretenimiento a los espectadores que saben apreciar los one-liners.
Green Room, pese a resultar formulaica desde el acto inicial, sabe adherirse a las pautas de su desarrollo sin depender de ellas en exceso. El mejor ejemplo para justificar esa libertad de movimientos que aprovecha Saulnier se puede ver en el cómputo de muertes; no sólo en el número, también el ordenamiento, la aleatoriedad y el factor sorpresa legitiman la que es una película que encuentra divertimento en su carácter imprevisible. Si además queda ese disfrute apoyado sobre una planificación técnica (y estética) tan medida, Green Room puede permitirse incluso cerrar a negro sin demasiadas explicaciones y obviando cerrar el círculo de sus chascarrillos. Y euforia colectiva por ello, claro.
Muy bien Anton Yelchin e Imogen Poots, por cierto.
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