Fanzines, la vanguardia de la creación, el laboratorio de experimentación de las tendencias más imposibles y alocadas. Fotocopias o cuidadas ediciones en papel satinado. Todo vale para perderse en el futuro de la historieta.
La historieta de este país vive un momento dulce de creatividad. Es un hecho, no es una exageración idealizada ni un ataque de optimismo antropológico. Vale, cierto es que la crisis ahoga, que las ventas de todo el que no se llame Paco son flojitas y que nadie sabe qué coño pasará con la dichosa transición digital en el mundo del tebeo. Pero oigan, menuda generación de artistas tenemos en estos días.
Artistazos y artistazas que se desloman para dar verdaderos recitales de creatividad imaginativa, que se arman de lápices, wacoms, tinta y photoshops para expresarse a través del noveno arte, rompiendo todo prejuicio a golpe de calidad. Es la generación que ha conseguido hacer caer, por fin, ese muro artificioso que desterraba el tebeo al ámbito de la niñez para entrar en avalancha en la “alta” cultura, reclamando la vez su espacio en el gran público. Las razones, muchas: desde la generalización de la novela gráfica, el ímpetu de las pequeñas editoriales, el renovado impacto mediático o el reconocimiento institucional vía premio nacional.
Pero me van a dejar apuntar una teoría particular: este momento viene del gran desastre de los años 90. Paradójico, pero déjenme dar razones: en esos años se vivió una sequía asfixiante para el cómic patrio, que pasó de la ilusión del éxito y la fama que los autores tenían impulsados por el boom de las revistas de los 80 a desaparecer completamente, sustituidos por superhéroes americanos y manga. El apocalipsis comiquero. De las discusiones intelectuales en las páginas de opinión sobre línea clara o clásicos americanos a debatir sobre si era más fuerte Hulk o Son Goku.
Desaparecido el espacio de cómic de autor por estos lares, la gran mayoría de los grandes nombres de la historieta de esa década se dispersaron por esos mundos de dios o, simplemente, abandonaron la historieta para dedicarse a la ilustración. Los autores ya consolidados, con mayor o menor fortuna, consiguieron salir adelante, pero toda una generación de chavales jóvenes que habían vivido esa burbuja de ilusión se quedaron huérfanos de golpe. Pero no faltos de ganas, lo que permitió que los lectores de la época asistiéramos a un milagro en toda regla, la aparición de la vida en terreno yermo.
Apoyados en unas tecnologías que habían abaratado y revolucionado las artes gráficas, comenzaron a aparecer fanzines que olvidaban la fotocopia, las tijeras, el celo y la grapa para entrar en el glamour la fotocomposición cuidada, aprovechando el imperante entonces comic-book para lanzarse a la arena con ganas de guerra, de romper moldes y declarar la batalla en todos los frentes. De Kovalski Fly y Mondo Lirondo a Medios Revueltos, Nosotros somos los muertos y El ojo clínico, todo valía y todo era posible, creando el poso para que se apareciesen colectivos autogestionados por autores: Malasombra, Polaquia, Siete Monos, BDbanda, El pregonero…
Si hoy tenemos la brillante generación que tenemos es porque los Rubín, Fontdevila, Monteys, Olivares o tantos de hoy se bregaron en aquella escuela de talento. Los fanzines no solo fueron la salvación del tebeo entonces, sino el germen de una de las mejores generaciones de autores, que ha dado lección a alas a todos los que viene detrás.
¿Y todo este discurso de abuelo Cebolleta a qué viene? Pues a que hay que apoyar, fomentar e impulsar los fanzines. Hay que seguirlos, disfrutarlos y estar atentos a sus propuestas. Atrevidas, arriesgadas, ambiciosas, locas e incluso sin sentido y gratuitas si se quiere. Pero necesarias como caldo de renovación de la historieta y como futuro del medio.
En Valencia tenemos un evento que cada seis meses da cancha libre a lo mejor de este movimiento: El Tenderete, un mercadillo en el que perderse y salir con la cabeza puesta del revés, dinamitada por propuestas que ni siquiera llegábamos a imaginar. Una cita que atrae a jóvenes autores de todo el mundo, desde Francia, Italia o Finlandia hasta Sudamérica. Allí estaba, por supuesto, nuestra piedra preciosa del fanzine, Arròs Negre o la combativa Ediciones Valiente, noqueando al personal con sus propuestas (ojito al C-Chemtrail de Martín López, fascinante en su encarnación en papel).
Del último Tenderete salí con muchas joyas, pero dos me dejaron anonadado: Andar y El síndrome de Solomon. La primera es la nueva propuesta del infatigable Carlos Maiques, poeta del trazo imposible, capaz de transformar una enumeración de infinitivos en un poemario de haikus visuales de elegancia infinita, en los que los trazos, las manchas y las líneas adquieren entidad por sí mismas. Experimentación en el límite de la abstracción que Maiques rescata dotándola de sentido para que las palabras compongan belleza mecidas por las pinceladas de tinta.
El Síndrome de Solomon es una propuesta de La Envidia Casa Taller que abruma con esa portada de reflejos metálicos, pero que en su interior recupera ese sentido del fanzine exposición, de la experiencia colectiva de fresca diversidad en la que cada página da libertad a un autor para expresarse sin atender a experiencia, edad o privilegios. Todos al mismo nivel, desde un Elías Taño o Carlos Maiques a un montón de firmas desconocidas que anuncian una generación de historietas e ilustradores que va a dar mucha guerra.
Búsquenlos, hay muchas librerías en Valencia que ya dan espacio a los fanzines (Dadá, Futurama, Bartleby,…), ahora hay que darle apoyo. Descubrirán el futuro.
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