Se podría contar, no sé si con los dedos de las manos, pero sí con los de un grupo reducido de extremidades, los cineastas que preservan una caligrafía diferenciada, una expresión autoral que se detecta de inmediato en el fondo y la forma de sus propuestas. En ese grupúsculo, sin duda, se tendría que acomodar a Aki Kaurismäki, uno de esos especímenes cinematográficos de los que haríamos bien en rezar por su durabilidad. Al menos mientras siga dispensando obras tan valiosas como Fallen Leaves.
En su última incursión, ganadora del Gran premio del Jurado en el Festival de Cannes, el finlandés bucea en los recovecos silenciosos de un amor de difícil encuentro (más por accidentes y desafortunadas impertinencias del azar que por la voluntad de los partícipes), a través de una solitaria mujer que acaban de despedir de una fábrica y un varón alcohólico que tampoco acaba de encontrar una estabilidad en lo laboral y, ni mucho menos, en lo emocional. Un sencillo tapete argumental que actúa como palanca para ser revestida con los numerosos atributos que definen su cine.
Este relato de amor accidentado, o romance de azar desprovisto, se sucede en esos no-lugares que definen el universo fílmico del cineasta. Sus personajes se dejan ver en espacios desolados y desabrigados. Transitan, con los ánimos por los suelos, bajo poses y portes hieráticos e inexpresivos, en definitiva, llevando la losa de una soledad insoportable, por interiores que en lugar de atemperar esos ánimos los empeoran con una fauna que apuntala esa frialdad generalizada. Es como dar movimiento a las fotografías de Anders Peters de su proyecto Café Lehmitz, o los cuadros de Edward Hopper, a través de sitios donde la alegría, si se lleva, se deja en la puerta de entrada.
En esos templos de soledad es donde Kaurismäki facilita la impresión de los signos de humanismo que laten en el interior de estas almas perdidas y desatendidas en lo emocional. En ese entorno, de una guerra (la de Ucrania) cercana (en lo geográfico) que actúa como hilo y zumbido de fondo en el silencio de los personajes, solo el amor puede enderezar sus caminos. Solo la pasión amorosa puede desviarlos de ese destino amargo al acecho. Sin embargo, y ahí estriba la tensión del relato, para que esto se produzca, como ocurre con cualquier relato de amor (dentro y fuera de una pantalla), no basta con que aflore el sentimiento, sino que este coincida en un mismo lugar y tiempo. Y es ahí cuando entran en juego los desajustes espaciales, las desfortunas y los estragos caprichosos.
Sin embargo, la humanidad vence, los gestos universales del amor, el cariño, el sacrificio y el respeto se imponen. Tal y como manifiesta ese final chaplinesco, una de las múltiples referencias cinematográficas de la obra. No faltan los guiños fraternales a Jim Jarmusch, Wim Wenders, o Bresson en toda la retahíla de referencias cinéfilas que pueblan su hermoso argumentario fílmico.
Fallen Leaves es una obra de una simplicidad en su esquema narrativo inversamente proporcional al valor emocional que condensan las imágenes de un tipo provisto de una personalidad excepcional. Capaz de teñir de emoción los espacios y los personajes más desolados y fríos que haya deparado el celuloide de los últimos tiempos. Y eso no está al alcance de cualquiera.
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