Últimamente, no me abandona la idea de que casi todas las condenas a la red social Facebook no son sino expresiones actuales de algún tipo de animismo, concepto antropológico que engloba diversas creencias, en las que tanto objetos de uso cotidiano como elementos del mundo natural (montaña, ríos, árboles, plantas, etc.) están dotados de consciencia, alma y voluntad.
El animismo entiende que seres sobrenaturales personificados dotados de razón habitan objetos inanimados. Y esa idea se extiende, según lo veo, más allá de los pueblos africanos o la noche oscura del chamán, pues al igual que estos días no me ha abandonado la idea de que las críticas a las redes sociales caen del lado de alguna forma de animismo, no me resulta posible dejar de ver ese mismo animismo en expresiones típicas del ideario neoliberal: la Bolsa sube, los precios bajan, sequía crediticia, los mercados se comportan mal…
Una de las pocas convicciones que tengo es que es propio del ser humano describirse mejor de lo que realmente es. Yo mismo trato de borrar de mi memoria acciones que, desligadas de forma natural, se empeñan en desmentir la manera en que me gusta presentarme a los demás, como si solo hubiera sido bueno por la boca, o ni siquiera eso, como si solo hubiera sido bueno… de mente.
He buscado entre las célebres meditaciones de Marco Aurelio, aquella acerca de que la mejor forma de vencer a un enemigo es evitar terminar pareciéndonos a él, porque últimamente me ha sobrecogido la lectura, en la red, de todo tipo de chistes y alegrías (algunas más originales que otras) sobre el suicidio de un banquero.
Yo, de pequeño, me llevaba mal con los curas, no tanto por lo que decían, sino por la forma en que lo decían. Me afectaba su estilo insensible, envanecido, duro y prepotente. Siempre he pensado que el estilo es un contenido y no sólo una forma de pensar. Recuerdo bien el día en que uno de ellos amenazó con lanzarme una Biblia con ribetes de oro a la cabeza… no quiero extenderme en esa cuestión que, incluso a día de hoy, me llena de inquietud, solo quería señalar que las redes sociales no crean insensibilidad, sino que se limitan a dar forma (y hacer visible) un estilo preexistente.
He pensado en ello ahora, cuando Facebook se llena, como viene siendo habitual, de negatividad, encono e incomunicación ¿A qué tanto enemigo irreconciliable, a qué tanto odio visceral? Muchos años después del último gran pensador del estoicismo romano, en la mejor filosofía, de Bacon a Nietzsche, en la mejor literatura, de Shakespeare a Borges, encontramos el mismo consejo: no os reduzcáis a la talla de vuestros enemigos. Se referían al lento proceso de asimilación de los contrarios, propio de esas guerras largas en las que los dos bandos acaban por perder razón e identidad.
Hoy, el proceso de confusión (gente que por escrito manda a la otra “al gulag” o que se ríen de seres humanos que tienen a sus padres enterrados en la cuneta) es rápido y terrible, pero no es algo propio de la red: en España un grupo de militares con ideas oscuras y supersticiosas sobre Dios, la violencia y otras cosas terribles atentó contra el orden político legítimo, mató u ordenó matar a sus compatriotas tanto durante la guerra como durante la estúpida dictadura que instauró después. Hoy no ha desaparecido esa suerte de franquismo sociológico con el que la mitad de España espera, como esa loca a la que conocí en el internado de Bétera, tomar el tren que le lleve a la playa, a París o a la calle de la alegría.
Nunca me he alegrado de la desgracia de ningún ser humano, una forma de «santidad» laica, on-line. En esos instantes absurdos en los que me creo buena persona difundo enlaces de publicaciones, leo con atención lo que dicen los demás y, aunque no me gusta el botón «me gusta», soy atento y sincero cuando algo me ha gustado de verdad. Navego sin prejuicios, me intereso por lo que se publica en Internet, rescato blogs, escritores, filósofos o grupos musicales, contacto con amigos, compartimos noticias, libros, canciones o películas de ficción. Jamás hablo mal de los demás.
Hace poco comencé a recibir insultos y críticas duras por mis artículos de opinión. Eso me hizo reflexionar sobre el odio, pero tampoco vi que fuera un invento de la red social; al comienzo de la maravillosa Dunkerque, comprobamos el uso malvado de las octavillas, antes fueron las habladurías aldeanas, más tarde serían las soflamas radiofónicas que en Rwanda incitaban a asesinar.
Umberto Eco arremetió contra las redes sociales porque, según él, daban voz a una legión de idiotas. Es cierto que un barfly del antro más casposo de la ciudad puede hablar no para 4 sino para 400 pero, ¿no es un coste más que asumible, a fin de conseguir que todo el mundo tenga herramientas para expresarse o comunicar?
No padezco de esa tecnofília ciega o absurdamente optimista y no me es posible dejar de observar, de acuerdo con Chomsky o Innerarity, las limitaciones, falsas expectativas e ilusiones sin sentido que mantiene la red, pero aún coincido con Pierre Levy o Manuel Castells, en que las redes sociales representan una posibilidad de la inteligencia y una oportunidad de cambio social.
Es cierto que en Facebook se ve el escándalo del vacío y la vanidad: gente que tiene el término «heteropatriarcado», la reducción a Hitler, o la variable de clase social quemándole en la yema del dedo que aprieta el MacBook, humanos que comentan para superar, darse aires o epatar. Un uso escandaloso de la red consiste en obsesionarse con parecer uno más listo de lo que es, ¿pero no es lo que hace Sorrentino fuera de la red (véanse las insoportables La juventud o The Young Pope), uno de esos tipos descarados que no son inteligentes, sino que andan obsesionados por dar apariencia de inteligencia? Su vacío es más escandaloso que el vacío de la red, no porque sea un vacío pretencioso (que lo es) sino porque es un vacío… profundo.
Querer parecer más listo, culto o mejor de lo que uno es, no es sólo señal de debilidad, es una mala estrategia, pues, como cualquier persona mínimamente leída sabe, lo ventajoso en este mundo es conseguir pasar por un perfecto idiota.
He leído cosas como que las redes sociales incitan al odio, como si éstas tuvieran vida propia, o como si el anonimato y la impunidad no fueran conocidos por aquellos que se dedican desde hace tiempo a conspirar secretas intrigas palaciegas que carcomen la administración, el mundo de la cultura, el arte, la política o la Universidad.
He visto gente publicar poemas en Facebook. Lo juro. Los escriben en post y, a menudo, los acompañan de imágenes de una cursilería terrible. He visto amigos publicar fotografías de sus hijos, no para alimentar los deseos criminales de algún asesino o pederasta, seguramente buen vecino también, ni para dar envidia a aquellos que como yo jamás tuvimos hijos, sino por otra razón que escapa a mi comprensión imaginativa del mundo y de las cosas. He visto gente inteligente mandar mensajes en cadena, adherirse a la conspiración más ridícula o anunciar que pronto habrá que pagar por usar la red.
Sobre el uso vanidoso de la red, hubo una época pre-internet en la que a muchos les interesaba parecer huecos, pues intuyeron (con acierto) que la belleza puede ser idiota y pensaron, quizás con razón, que siendo fuertes e idiotas podrían ser tenidos como bellos: toreros, modelos, críticos de arte, futbolistas etc. Todo eso es anterior, reconozcámoslo, al narcisismo insoportable que no crea, sino que refleja la red.
Facebook no es mala en sí misma, es un espejo del mundo, por eso vemos personas que sólo se leen a sí mismas (porque en el mundo hay personas que sólo se ven a sí mismas). Hay opiniones ridículas (y entre todas ellas la ridícula opinión de que todas las opiniones son respetables o valen igual), porque ya existen en personas de carne y hueso allá en el mundo real.
En mi opinión, de entre todos los problemas epocales, el peor es uno que la red se limita a reflejar: patologías relativistas de la facultad de juzgar, cuestionamiento de todas las jerarquías (he visto en la red arremeter, de tú a tú, contra Kundera, Kubrick o Picasso, por parte de individuos de los que fuera de la red nunca me ha sido dado leer absolutamente nada), identificación suicida de la subjetividad con la arbitrariedad.
Creo que Facebook no estaba hecha para ganar, sino para perder amigos, que es mejor un mundo de imágenes y palabras que fluyan que uno donde no lo hagan, que resulta propio de religiones primitivas y neoliberales descerebrados pensar que las cosas tienen vida propia. La Bolsa no sube, ni hay «sequías crediticias» sino comportamientos humanos, decisiones de las que a menudo esas mismas personas no se hacen responsables, porque tampoco hay un grupo social capaz de señalarles con el dedo.
Creo que la desconexión de la que habla Enric Puig en La gran adicción tiene algo menos de nueva moral que de antigua moralina. Hace unos años, a propósito de su Voltaire contra los fanáticos, Fernando Savater decía que hoy Voltaire tendría Facebook y Twitter, porque era muy dado a comunicarse. Y en otro lugar, decía que nunca faltan esos fastidiosos predicadores que atribuyen las deficiencias espirituales de nuestra época al abuso de Internet u otra invención tecnológica, de forma afín a cómo se atacó en el pasado a la imprenta, la radio o la máquina de vapor… Una forma, añadimos aquí, de seguir tratando a la roca como un ser duro de corazón.
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