Si son ustedes lectores asiduos de prensa musical, se habrán dado cuenta de que no hay nada que incomode más a un músico que las etiquetas. Los sustantivos que designan géneros, estilos o tendencias. Prácticamente nadie quiere verse encajonado en uno de ellos; escapan de cualquier descripción genérica como de la peste. Tan solo algunos de quienes andan aún en su fase formativa, delimitando los contornos de su sonido en la quijotesca búsqueda de un público fiel, se aventuran a congraciarse con ellas, por aquello de pescar en caladeros inexplorados.
Pero no traten de buscar identificaciones plenamente asumidas en quienes gozan ya de su nicho de mercado, por pequeño que sea. Hagan la prueba con el indie, manoseado hasta la extenuación. No hay etiqueta más usada por la prensa y por quienes se ganan las lentejas programando los directos de cada temporada de primavera-verano; pero difícilmente darán con un músico o una banda que así se autocalifique en público.
Los tiempos en los que vivimos, marcados por la continua reevaluación de fenómenos que emergieron hace 20 o 25 años, por mor de un público que creció en paralelo a su propia evolución (y por la propia escasez de nuevos censos estilísticos), son propicios para constatar qué ha sido de la vida útil de todos esos estilos.
Hace dos o tres temporadas, asistíamos a la conmemoración de los fastos del efímero brit pop, veinte años después; hoy en día, se suceden los reportajes que glosan qué fue del post rock, aquella feliz descripción acuñada por el periodista británico Simon Reynolds a principios de los noventa, que sirvió para englobar a bandas como Mogwai, de visita a nuestro país estos días.
Al final, queda la sensación de que la vigencia de las etiquetas no depende únicamente de su mayor o menor resonancia mediática, ni de su mayor o menor ánimo rupturista, sino de la capacidad de regeneración que algunas marcas –como Mogwai– han logrado con el paso del tiempo y la incesante estimulación de su creatividad. Aquellos músicos que acaban por erigirse en géneros en sí mismos son los que terminan por dar utilidad a las etiquetas en las que solemos encuadrarles, por una simple necesidad de sistematizar y ordenar nuestros conocimientos.
¿Quién iba a decirles a todas aquellas bandas del post rock, ancladas generalmente en las antípodas del formato tradicional de canción pop, sujetas a largos desarrollos instrumentales y muchas veces huérfanas de textos, que más de veinte años después se seguiría hablando de ellas? ¿Alguien podía augurar, allá por 1977, que el seísmo que auguraba el punk fuera a convertirse –a lo largo de las últimas décadas– en un mantra plenamente asumido por una industria en la que los Ramones han acabado por vender más camisetas que discos? ¿Era previsible que la psicodelia, tan inherentemente ligada a la contracultura y a los viajes ácidos de finales de los sesenta, acabara perpetuando su lenguaje a través de una retahíla de vástagos que llega hasta nuestros días?
¿Podía aventurarse que el power pop, nacido como una vía paralela y casi a contracorriente de las modas en los años setenta –fundiendo la herencia ya superada de la invasión británica de los sesenta y las guitarras aceradas que eran entonces moneda común–, fuera a soslayar la opacidad a la que parecía condenado para terminar perpetuando sus modos en esa suerte de resistencia numantina (e internacionalizada, dada la muy distinta procedencia de sus practicantes) que llega hasta nuestros días? ¿O que la truculencia que brotó de gran parte del heavy metal de los setenta no tendría fin?
Estilos que se presumían como socavones en el relato del rock han acabado por ser plenamente asimilados y desvirtuados de contenido, mientras que otros vocablos que nacieron aparentemente por azar, como vías de servicio prácticamente anecdóticas respecto a ese relato, han terminado quedándose entre nosotros sin ver alterada su esencia. También ha habido sonoros fiascos, claro. Sobre todo cuando una prensa necesitada de nuevos lectores ha ido dando palos de ciego: el sarcasmo en torno a la new wave of the new wave de los noventa y, sobre todo, ante los romo (la facción de nuevos new romantics, valga el pleonasmo, de aquella generación brit pop) aún retumba en forma de carcajadas.
En líneas generales, puede decirse que una vez que la industria fue dinamitada y el consumo de música ya no se acerca, ni por asomo, a lo que fue cuando las canciones aún eran bienes tangibles (por buscar un punto de no retorno, ¿desde mediados de la primera década de los 2000?), la música pop ha dejado de operar por impulsos cíclicos y todos los revivals conviven ya de forma armónica y permanente, unos con otros. Quizá por eso en todos estos años, en los últimos tres lustros aproximadamente, no se ha dejado de hablar de garage rock, ni de rock progresivo, ni de electro, ni de synth pop. Ni de tantos otros estilos datados hace varias décadas, que no han vuelto a salir de la agenda setting de los medios del ramo.
La necesidad de los medios y de quienes mueven los tenues hilos de la industria por seguir pescando en caladeros renovados se expresa también a través de esos nombres nuevos con los que se designan fenómenos ya conocidos. Como esos locales nocturnos que cambian su rótulo cada dos o tres temporadas, por necesidades comerciales, pero apenas renuevan su interior. Ni el sonido americana era esencialmente algo muy distinto del country alternativo o del previo Nuevo Rock Americano, ni el pop hipnagógico estaba lejos de ser una versión de bajo presupuesto del synth pop de los ochenta, ni el witch house distaba tanto del trip hop, ni el trap es tan lejano al hip hop como nos quieren hacer creer. Pero las etiquetas, como casi todo en la vida, también han de renovarse, teniendo muy presente que quien las va a consumir es, por lo general, bastante más joven que quien las idea.
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