La reciente adaptación de It se esperaba con mucha expectación, no solo por los aficionados al género de terror, sino, sobre todo, por aquellos (entre los que me incluyo) que quedaron tocados en su día por una novela excepcional, capaz de enhebrar en un trepidante formato de cremallera los miedos más profundos e insondables de la psique con el terror que a todo ser humano, mínimamente perspicaz, le deben inspirar los seres humanos que tiene justo al lado.
Era justamente esa urdimbre (esa “pinza”) de terror sobrenatural y cotidiano, según lo veo, uno de los aciertos más personales de un gran escritor que solo escribía mal cuando quería escribir bien, esto es, cuando pensaba que una cosa era dar miedo y otra la buena literatura. Se equivocaba King, pues aún siendo cierto que su abundante producción es algo descuidada, irregular y al final bastante acomplejada, no es menos cierto, sino más bien una verdad tan grande como la Mole Antonelliana que Salem’s Lot, El resplandor o It son tres extraordinarias novelas (las tres mejores) de un estupendo y entrañable escritor.
Creo que entre las decenas de adaptaciones de Stephen King se salvan las que hicieron en su día de Palma (Carrie), Carpenter (Christine) y, más tarde, Darabont (La niebla): películas secas, duras, de humanos crueles como los peores monstruos de la imaginación, películas sin concesiones ni final feliz.
Pero, ¿va esto de una decepción elegíaca, esto es, provocada por lo que se pierde en la adaptación?
No.
Soy consciente de las dificultades de la adaptación de una obra de más de 1000 páginas. Sobre la relación entre cine y literatura se ha escrito mucho. Entre mis libros preferidos están el clásico de Pere Gimferrer y recientemente, la guía sobre teoría y práctica de la adaptación editada por Robert Stam y Alessandra Raego.
Del texto de Gimferrer, recuerdo bien la explicación sobre por qué es posible (o, mejor, por qué es probable) que un buen texto literario no se traduzca en una buena película, y por qué se suelen construir grandiosos filmes a partir de referentes literarios muy mediocres.
Stam, por su parte, nos da otras claves, posmodernas, si se quiere, pero muy precisas para no incurrir en lo que Pedro Vera llama “lo rancio y lo cuñao”. De acuerdo con Stam, cuando se habla de adaptación cinematográfica se suele caer (de forma consciente o no) en un lenguaje muy cargado en el que se entrevé, a través de una suerte de retórica elegíaca (una añoranza de lo perdido en la adaptación), el prejuicio inconsciente de la superioridad natural de lo literario sobre lo cinematográfico. Señales de ese prejuicio o del «paradigma de la fidelidad» son el recurso a términos como «traición», «deformación» o «vulgarización» en el que cae tantas veces la crítica cultural.
Y yo no voy por ahí: en realidad, las relaciones entre el cine y la literatura son amplísimas. Sobre esas infinitas posibilidades han insistido autores como Genette, Kristeva a partir de la idea de intertextualidad, o críticos como Roland Barthes y su concepción del texto como tejido de citas provenientes de mil focos de cultura.
Creo que el éxito de algunas espléndidas adaptaciones cinematográficas consistió en la exploración imaginativa destinada a la creación de una obra original: es el caso, por poner ejemplos muy dispares, de la inteligentísima y divertida adaptación del American Psycho de Breat Easton Ellis por Mary Harron o, más recientemente El doble dostoyevskiano de Richard Ayoade o la bella Oslo, 31 de Agosto de Joachim Trier a partir de la textura abierta del clásico de Pierre Drieu La Rochelle.
Así, pues, los reparos que debemos tener ante It, deberían señalar a una cuestión de fondo, más profunda, si se me permite, que una mera cuestión de fidelidad y tienen que ver con una seña de nuestra época: si como insistió la prensa los productores Roy Lee y Dan Lin manifestaron su intención de crear una cinta solo para adultos, en la que el terror fuese el eje central de la narrativa, y luego se confirmó la calificación R, solo para mayores de edad, ¿¡Qué entienden los productores, los guionistas e incluso la MPAA (Motion Picture Association of America) por un filme para adultos!?
Que la película incluya, de forma explícita, la escena inicial en la que el payaso malo arranca el brazo del hermano de Bill, el líder del club de los perdedores, no convierte al filme en terror para adultos. Se trata de una escena aislada en relación con el tratamiento que de la violencia hace el resto de la película y que cualquier niño seguidor de los Simpson ha podido ver en los episodios de Rasca y Pica.
El espectador, conocedor del referente literario, averigua pronto que ni el sintomático suicidio del Stan adulto, un indicador del grado de terror al que son sometidos los niños, ni la escena de sexo en grupo con la que culmina el viaje iniciático, formarán parte de la historia para adultos que se pretende contar. Una posibilidad, la de reflejar esa escena de amor como culminación de las emociones viscerales que la novela contiene, que podría haberse resuelto perfectamente de forma elíptica al modo de la adulta, modélica, poética y atmosférica It follows, si estuviéramos, claro, en las coordenadas de un filme para adultos.
De un lado, comprobamos la desaparición de cualquier atisbo mínimamente inteligente de crítica social de esos que King sabía manejar con intuición: concebida en la desastrosa época de Reagan (la época Thatcher-Reagan-Wojtyla), It tenía mucho de repaso a los tics más reaccionarios y al conservadurismo más hipócrita de la sociedad norteamericana, de los 50 a los 80 (lecturas propias del adulto).
Por otra parte (mucho más importante), no es solo que la cinta no dé miedo (que no lo da), ni que se recurra oportunamente al revival para adultos que aceptan la nueva versión de los años 80 como quien recuerda embellecidamente la mili, o a las fórmulas más conocidas del susto, de acuerdo con el formato de cine de terror juvenil.
En la película hay, además, todo un ejercicio de profilaxis frente a lo que una lectura del It para adultos podría subrayar: el foco puesto en el otro terror (la violencia contra los niños, el alcohol, el racismo profundo y la depravación del mundo adulto, apuntadas pero no desarrolladas en la película), las infancias salvadas de la devastación (y no solo de algunas madres más o menos hipocondríacas), justamente, por la amistad tan propia de una efímera etapa de nuestra vida condenada a no regresar jamás.
Ése era el papel de la alternancia entre los años de niñez (1957) y una madurez, 27 años después, (1985) en una novela que trataba sobre todo del terror profundo que, cuando anida en la infancia, acompaña, condicionando o hipotecando la vida entera y al que solo se le puede hacer frente con esa mezcla de inocencia, compañerismo y amor incondicional que caracteriza la época más pura de la amistad.
El tono naïf, el cálculo impersonal, la caída del film (oportunista, que no oportuna) entre las aventuras de los Goonies y la nostalgia de Stand by me, esto es, en la parte más luminosa de It y de los finales de los 80 (aquellos maravillosos años, como diría un minero en paro de Manchester) impide que la adaptación funcione como película de terror para adultos, y que la pregunta ¿Esto era Eso? sea tristemente pertinente.
¿Es este el cine de terror para adultos? ¿Merece la pena asumir los riesgos de la calificación por edades, cuando en realidad no es que la película no sea apropiada para menores de 17 o 18 años, es que esas (16, 17, 18 años) son precisamente las edades (física o mentales) a las que va dirigido el filme? ¿Crecer era esto? ¿Estará preparada esta sociedad cada vez más mojigata e infantilizada para los retos a los que los niños más malos y consentidos de la clase (véase Trump o Kim Jong-un) parecen abocarnos?
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