Cuando era joven pensaba que la escritura de un guion original era más ardua y meritoria que la de un guion adaptado. También entendía que el premio a un guion original premiaba la «originalidad», en el sentido en que tal recompensa distinguía aspectos novedosos o singulares de una historia. En ambos casos estaba equivocado.
Que un guion sea adaptado significa que hay un precedente narrativo, que sea original no apunta a una cualidad que tenga que ver con lo exótico o lo infrecuente sino solo a la ausencia de ese precedente.
¿Qué hace que un guion adaptado sea un gran guion?
Quizás podríamos empezar diciendo que una cosa es ser un gran escritor y otra muy distinta es ser un gran guionista, en el caso de uno de los mejores guiones de la historia del cine, El sueño eterno (The Big Sleep, Hawks, 1952) la aportación del gran novelista William Faulkner no fue superior a la de la extraordinaria guionista y escritora de flojos libros de ciencia ficción, Leigh Brackett, quien además firmó los excelentes guiones de El dorado o Río bravo, grandes películas ambas de Howard Hawks.
La llegada del sonoro significó la búsqueda de profesionales capaces de hacer buenos diálogos, un don misterioso y huidizo que en los años 30 se asoció a la misma aptitud con la que se escribían los autores de teatro y los novelistas: otra equivocación. Autores de gags provenientes de los espectáculos nocturnos, autores de tiras cómicas malpagados o gente del vaudeville se unieron a escritores asalariados, artesanos de la palabra y grandes novelistas sin que fuera posible discernir quiénes entre ellos eran capaces de aportar más a una película.
En esos primeros años, entre los guionistas propiamente dichos destacaron pronto tres nombres de mujer: Anita Loos, June Mathis o Frances Marion. La primera fue muy apreciada por los estudios y junto a sus brillantes guiones para la Metro ejerció como novelista bastante normalita con Los caballeros las prefieren rubias (1926). Mathis ejerció una gran influencia en las nuevas historias que Hollywood se disponía a contar, Marion, por su parte, fue la primera mujer en ganar un Oscar al mejor guion adaptado: The Big House, 1930. Pronto quedó claro que una cosa era ser una gran novelista y otra alguien capaz de escribir un gran guion: Loos fue la elegida para escribir La Mujer pelirroja (1932) porque F. Scott Fitzgerald no había sabido cómo adaptar bien la obra de Katherine Brush.
La primera gran experiencia de trasladar el genio literario al guion de cine tampoco fue positiva y, probablemente, ni William Faulkner, ni John Steinbeck (quien colaboró en los Naúfragos de Hitchcock), ni Ray Bradbury (llamado por Huston para su Moby Dick) repetirían la experiencia si vivieran otra vez. Es curioso, deberíamos pensar, que una de las mejores adaptaciones literarias de la historia del cine, A sangre fría, corriera directamente a cargo de su director Richard Brooks y que de Capote se escuchara apenas su voz.
¿Hay algún secreto para adaptar bien? Si nos fijamos en algunos de los grandes guionistas de la historia del cine, William Goldman, Ben Hecht, Robert Bolt, Tonino Guerra o el mismísimo Billy Wilder (y su tándem con I. A. L. Diamond) encontramos estilos, procedimientos y formas muy distintas, pero si reparamos en algunas de las mejores adaptaciones cinematográficas de buenas obras literarias observamos que la clave principal parece residir en el acierto en sustituir la idea rígida (y un tanto jerárquica) de «adaptación» por la idea más personal y flexible de «lectura».
Asumiendo que el guion resulta de una lectura entre otras posibles, es posible comprender que lo más importante es percibir el tono del conflicto (tanto el explícito como, sobre todo, el más profundo) que la historia plantea, intuir sus posibilidades, el potencial de la historia, vislumbrar cuál es el «clima» o la temperatura de las situaciones o mejor, de las emociones que los personajes revelan en cada situación.
Es lo que ocurre en la maravillosa Carta de una desconocida (1948), de Max Ophüls cuyo guion resulta de la sutil adaptación que Howard Koch hizo de Stefan Zweig o por dar una breve lista de ejemplos, en el Nazarín de Pérez Galdós por Buñuel, en El gatopardo de Visconti a partir de la novela de Lampedusa, el aire de Roland Topor en El quimérico inquilino (mi película preferida de Polanski —y la suya también) en Lo que queda del día (James Ivory adaptando a Ishiguro) o incluso en La insoportable levedad del ser (Philip Kaufman) con guion de Jean-Claude Carrière.
Cristopher Hampton leyó mejor el clásico de Choderlos de Laclos y por eso es posible decir que a pesar de que Valmont eligiera con mayor fidelidad al original su elenco de actores, Las amistades peligrosas, con guion de Hampton cuenta la historia mucho mejor que el film de Milos Forman con guion, de nuevo, del compañero de Buñuel, Jean Claude Carrière (que aquí estuvo menos fino).
Hay autores cuyas novelas son sumamente cinematográficas, por poner solo dos ejemplos de historias muy adaptables: las de Dickens o, mucho tiempo después, las de William Golding. Un caso curioso es el de Henry James, un autor muy bien adaptado, a pesar de sus sutiles disecciones psicológicas: tanto su Otra vuelta de tuerca con guion de Truman Capote y William Archibald como en Washington Square (Wyler, 1949) adaptada por Ruth Goetz y August Goetz .
Otra clave, según lo veo es el juego que se puede hacer con el original literario, caben aquí las traslaciones epocales, como en la adaptación de Pierre Drieu La Rochelle Oslo 21 de agosto de cuya novelita El fuego fatuo Louis Malle ya hizo una gran versión. Caben también las variedades geográficas (y también epocales) como en la versión de El corazón de las tinieblas de Conrad por Coppola (Apocalypse Now), cabe recoger solo aspectos parciales, capítulos o personajes imperecederos de la obra como El doble la película de 2013 de Richard Ayoaden pero de las mejores adaptaciones del siglo XXI ya hemos hablado en otra ocasión.
Hermosos: guiones.
Malditas: vulgaridades.
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