En tiempos oscuros, el teatro se convierte en refugio. Eso parece recordarnos la propuesta de Die sieben Todsünden (Los siete pecados capitales), Mahagonny Songspiel y los Songs de Happy End, que Riccardo Chailly e Irina Brook han reunido en un mismo espectáculo, presentado recientemente en La Scala de Milán. Las tres obras de Kurt Weill, con libreto de Bertold Brecht, dibujan un tríptico ácido y profético sobre la corrupción, el colapso y la (improbable) esperanza.
Las dos primeras piezas ya se habían visto en 2021 en versión televisiva y sin público, debido a las restricciones de la pandemia. Hoy, se suman los Songs de Happy End —privados del texto teatral original— y Youkali, un tango-habanera en francés que, lejos de cerrar con dulzura, funciona como una burla amarga sobre los sueños imposibles. Irina Brook imagina un escenario común: un islote ficticio rodeado de plástico, donde un grupo de artistas-actores —últimos sobrevivientes de un mundo en ruinas— representa estas obras como acto final de resistencia. La imagen resulta aún más potente con los vídeos de catástrofes climáticas proyectados durante la tercera parte.

Wallis Giunta cantando “Surabaya Johnny ” en Happy End. © Brescia e Amisano – Teatro alla Scala.
En este contexto, la primera obra (presentada por primera vez en París en 1933) muestra a dos hermanas que aprenden a dominar los siete pecados capitales para alcanzar el éxito. La segunda, algo anterior (1927), presenta Mahagonny, ciudad sin ley donde todo se permite, hasta que Dios amenaza con el infierno, aunque —como bien apunta Brecht— el infierno ya está aquí. Por último, los Songs de Happy End de 1930 evocan una posible alianza entre criminales y el Ejército de Salvación para ayudar a los marginados, en una atmósfera de ironía y ambigüedad. El verdadero hilo conductor es la presencia continua de los cantantes y actores en escena. Incluso en silencio, los intérpretes actúan como fondo humano, interactuando entre sí y creando un fuerte sentido de comunidad devastada. Aunque las dos primeras obras resultan algo mecánicas y distantes, el tercer bloque se abre a lo poético: cada canción sugiere una historia invisible pero vívida, gracias al juego entre solistas y coro.

Un momento de Mahagonny Songspiel. © Brescia e Amisano – Teatro alla Scala.
El reparto fue sólido en todo momento, con momentos de gran teatralidad. Alma Sadé y Lauren Michelle destacaron como las dos Annas: dúctiles, expresivas, poderosas. Wallis Giunta emocionó en “Surabaya Johnny” (una de las más famosas canciones del duo Brecht-Weill puesta a mitad de Happy End) y en el número de los marineros en la misma obra, mientras Eliot Carlton Hines fue capaz de transformarse con ironía en una mujer barbuda en el “Song von Mandelay” así como Markus Werba, fue impactante en la energía puesta en interpretar “Bilbao Song”, al principio siempre de Happy End. Chailly dirigió todas las obras con energía contenida, sacando a relucir los colores ásperos, el humor ácido y la escritura fragmentada de Weill, con ecos de jazz, cabaret berlinés y hasta citas de la Internacional. La orquesta, reducida pero de gran presencia, contribuyó a una experiencia sonora intensa y envolvente en todo momento.
Las tres obras de Kurt Weill, con libreto de Bertold Brecht, dibujan un tríptico ácido y profético sobre la corrupción, el colapso y la (improbable) esperanza.
Un enfoque teatral y distorsionado sobre el absurdo de la existencia fue el marco perfecto, ya evidente desde el preludio, de Der Protagonist, la primera ópera escénica de Weill, vista por primera vez en Italia durante esta misma temporada en el Teatro Malibran de Venecia en el marco de la presente temporada del Teatro la Fenice. Compuesta en 1925 con libreto de Georg Kaiser, la obra plantea un drama meta teatral de tono postexpresionista, donde la farsa y la tragedia se funden en un crimen absurdo y en una súplica grotesca: que se suspenda la condena hasta que termine la función. Música angulosa, bloques instrumentales, lirismo fragmentado y diálogo entre un octeto en escena y la orquesta en foso construyen un universo tan teatral como inquietante.

Un momento de la pantomima de Der Protagonist. © Michele Crosera.
La puesta en escena de Enzio Toffolutti, que traslada la acción a la Alemania de entreguerras, destacó por su sobriedad simbólica optando por un minimalismo escénico ágil y bien calibrado. Las transformaciones escenográficas, rápidas y funcionales, bastaron para marcar el paso entre los registros dramáticos opuestos, mostrando con claridad cómo tragedia y comedia eran, en el fondo, dos caras de un mismo absurdo. Matthias Koziorowski brilló como protagonista: extremo, grotesco, convulsivo, encarnó el desgarro entre máscara y delirio con ecos del cabaré berlinés. Martina Welschenbach aportó el contrapunto trágico con contención y presencia, todo bajo la batuta de Markus Stenz, que dirigió con claridad y precisión una partitura compleja, seca pero teatralmente eficaz, llevada a cabo con excelencia por la orquesta de La Fenice.
Ambas producciones —la de Milán y la de Venecia— fueron capaces de revelar un Weill inquietante, lúcido y radicalmente contemporáneo. Desde la sátira feroz hasta la tragedia farsesca, desde la música como comentario social hasta el teatro como último refugio, su obra sigue interrogando con fuerza la idea misma de representación. Porque, como sugiere Irina Brook, quizá ya no nos quede nada más que el teatro. Aunque esté rodeado de basura.
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