Muchas cosas estaban cambiando en la sociedad estadounidense de finales de los años 60 y principios de los 70 del siglo pasado. Y todas ellas convergían en una inequívoca erosión de algunos de los principales valores que los estadounidenses habían establecido como credo nacional, valores como el de la libertad o la justicia que parecían hasta ese momento inquebrantables.
El asesinato de Kennedy, así como el de Martin Luther King o incluso el de Sharon Tate, que Tarantino recrea a su manera en esa broma de casi tres horas de duración llamada Érase una vez en… Hollywood; la guerra de Vietnam, por supuesto; la decadencia y putrefacción de Coney Island, símbolo unas décadas antes de la inocencia convertida en diversión; la crisis del petróleo iniciada en octubre de 1973.
Y por fin el Watergate, tiro de gracia de una generación, la flower-power, que se creyó sus propios mensajes acerca del poder de cambiar las cosas y que acabó estrellándose contra ese muro de mentiras, intrigas, y sobre todo traición al pueblo estadounidense. Don McLean sintetizó en 1971 toda esta rabia y frustración, en los 8 minutos y medio que dura “American Pie”. Se podía decir más alto, pero no más claro. Como mucho, se podía decir más elocuentemente, que es lo que dos décadas después hizo Robert Zemeckis con esa joya titulada Forrest Gump.
No es de extrañar, pues, que el cine se contagiara de estos momentos tan turbulentos y que surgieran películas que, desde ópticas ciertamente novedosas y a primera vista muy poco relacionadas con la crítica social, supieran recoger este descontento y lo reciclaran para obtener unos productos insólitos para la época. Es justo lo que hicieron George A. Romero y Tobe Hooper, en 1968 y en 1974, respectivamente.
A Romero le debemos, obviamente, el mito del zombie tal y como lo conocemos hoy en día: La noche de los muertos vivientes no inventó el concepto de “muerto viviente”, porque como mínimo 25 años antes Jacques Tourneur ya levantó a los cadáveres en la seminal I Walked with a Zombie, pero sí que introdujo la idea del zombie como un ser sediento de carne y de sangre.
La película se rodó, igual que seis años después la de Hooper, con medios tan escasos que es un milagro que pudiera completarse. Y su estreno no estuvo exento de polémica, ya que tuvo lugar exactamente un mes antes de que la MPAA (ahora simplemente MPA) comenzara a calificar las películas y, como se exhibía en matinales y parecía otra película de miedo más o menos amable, como las que inundaban las matinés de la época, las sesiones se llenaron de chavales de ocho y nueve años que no tenían ni puñetera idea de lo que estaba a punto de golpearles.
Polémicas aparte, La noche de los muertos vivientes debe leerse en clave revolucionaria por varios motivos. Por una parte, no tuvo inconveniente alguno en ubicar a un actor negro en el centro de la acción, algo nada habitual en la época: Adivina quien viene esta noche se había estrenado no hacía un año aún y, aunque habían pasado seis meses desde el asesinato de Luther King, la película se rodó con el reverendo aún vivo.
Por otra parte, y aunque hacía cinco años que Herschell Gordon Lewis había inventado el gore con Blood Feast, Romero y no Gordon Lewis fue el que supo integrar el dispendio hemoglobínico dentro del argumento: mientras Blood Feast se conformaba con ser un exploitation sin apenas base argumental, cuyo único propósito en la vida era provocar un shock en el espectador, La noche de los muertos vivientes estaba más preocupada en conseguir que la historia que contaba fuera angustiosa y, por lo tanto, su poderosa capacidad de inquietar no emana de la casquería, que aquí es meramente decorativa.
Casquería es justamente algo comúnmente asociado a La matanza de Texas, una de las obras maestras del cine fantástico. No, del cine, y punto. Se me escapa el motivo por el que una película sin apenas una gota de sangre en su metraje ha pasado a la historia como paradigma del cine sangriento. Quizás los que se apresuraron a calificarla de esa manera no la habían visto.
Y si la habían visto, desde luego no entendieron que Hooper había perpetrado el perfecto artefacto de terror, apoyándose fundamentalmente en la enfermiza idiosincrasia de la familia de matarifes protagonista y, como apunta Carlos Aguilar desde hace más de 30 años en su eterna Guía del cine, en el hipnótico y desquiciante empleo de la banda sonora.
En cualquier caso, Hooper aquí no se anda con rodeos: los protagonistas, que son masacrados uno a uno por la familia Sawyer, son unos hippies que viajan no en la típica Volkswagen Type 2, pero sí en una furgoneta Ford Club Wagon muy parecida. El director dispara a bocajarro contra la generación happy y les enseña que la verdadera pesadilla está en el corazón mismo de Estados Unidos.
Así pues, lo que ambas películas tienen en común es el retrato descarnado de una América crepuscular, vencida por sus propios miedos y cautiva de unos personajes aterradores (los zombies, los Sawyers) en los que los ciudadanos estadounidenses podían expiar toda su rabia y toda la frustración acumulada por tantos Kennedys asesinados a tiro limpio y por tanto Watergate y Garganta Profunda.
Y no se les puede culpar. Al fin y al cabo, ¿quién no hubiera preferido vérselas cara a cara con un zombie o con el mismísimo Leatherface antes que con alguien tan siniestro como Richard Nixon?
Nadie ha publicado ningún comentario aún. ¡Se tú la primera persona!