El británico Peter Greenaway aborda el despertar sexual del genio soviético Sergei Eisenstein, durante el accidentado rodaje de ¡Que viva México!, en una película en que la forma está al servicio de la anécdota.
Es el encuentro de dos gigantes de la forma, pero un encuentro en que la forma cinematográfica está al servicio de la anécdota. Una anécdota que no es menor, es cierto, tratándose de un hito que marcó la vida de Sergei Eisenstein, quien a su vez marcó la manera de pensar y crear el cine. Pero la más reciente película del británico Peter Greenaway nada tiene que ver con la revelación del genio soviético con La huelga y de El acorazado Potemkin, sus vicisitudes con el poder estalinista o sus teorías e innovaciones en torno al montaje. El hallazgo que cuenta Eisenstein en Guanajuato es el de su propia homosexualidad, cuando un largo viaje fuera de la Unión Soviética dio al cineasta la ocasión de descubrir y entregarse a los placeres sensuales y sexuales.
Greenaway narra las aventuras y desventuras del paso de Eisenstein por México hacia 1931. Ya consagrado mundialmente, había sido contratado para trabajar durante unos meses en Hollywood. Pero entre la falta de acuerdo sobre un proyecto atractivo y los ataques de anticomunistas, el contrato fue anulado sin pena ni gloria. Y sobre todo, sin obra que llevar de vuelta a Moscú. El escritor estadounidense Upton Sinclair y su esposa Mary Craig Kimbrough lo apoyaron para que filmara libremente en la tierra de Emiliano Zapata, y el cineasta partió a explorar allende el Río Bravo.
El episodio se transformó en una suerte de paréntesis nebuloso, lleno de tensiones tanto con sus financistas, por sus demoras eternas en rodar, como con las autoridades, por unos dibujos eróticos y herejes. El proyecto maldito, que le escapó de las manos, acabó tomando la forma del film ¡Que viva México! Pero, según revela el autor de El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, lo más relevante del viaje a México fue la liberación personal del entonces treintañero Sergei Eisenstein, fascinado por la cultura rica y sensual, y especialmente por su guía local, Palomino Cañedo.
Es esa revolución íntima, esa explosión de colores y goces, la que el siempre barroco Greenaway exhibe lúdicamente. Junto a sus colaboradores habituales, los holandeses Reinier van Brummelen (director de fotografía) y Elmer Leupen (montador), juega con distintos dispositivos formales: división de la pantalla, movimientos de cámara ostentosos, repetición desde distintos ángulos, alternancia de formatos de imagen, inclusión de archivos, y un largo etc., para contar su historia con una visualidad desbordante, que a menudo compite con una verbosidad también desbordante. Sin embargo, pese a un tema central en que la forma es tan fundamental, esos dispositivos se sienten con frecuencia más decorativos que significativos.
A tono con la puesta en escena siempre excesiva, el finlandés Elmer Bäck se mete en la piel del cineasta excéntrico, parlanchín y (muy, muy) payaso, con una actuación desmesurada y desenfrenada, en contraste con la contención del mucho más sobrio personaje de Cañedo, interpretado por el mexicano Luis Alberti.
Con su retrato caricatural de un genio descubriendo la vida como un niño, Eisenstein en Guanajuato entretiene gracias a sus piruetas formales y ciertos momentos cómicos bien logrados. Por otro lado, su interés factual no es menor, ya que narra, basándose en una sólida documentación, una historia poco conocida. Pero también cansa con su repetición, visual y narrativa, y sobre todo frustra con la limitación con que trata un episodio que, como dice explícita y repetidamente, fue una aventura decisiva para uno de los más grandes cineastas de todos los tiempos. Y ciertamente no sólo por su despertar sexual.
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