Mia Hansen-Løve evoluciona en la pista de baile con estilo, pero nos deja con ganas de más.
Tras las espléndidas Le père de mes enfants (2009) y Un amour de jeunesse (2011), Mia Hansen-Løve elige para su cuarto largometraje una historia cercana y familiar. Escrita a cuatro manos junto a su hermano Sven Løve, que también fue el coach de los jóvenes intérpretes, recurre a las vivencias en primera persona de este, para guiarnos en un recorrido por toda la escena nocturna parisina, presidida por Daft Punk (incluido un break neoyorquino), desde los años noventa y abarcando casi dos décadas.
El viaje musical y vital, que comienza con un adolescente decidido a tener un nombre propio como DJ y convertir su pasión en oficio, sigue los cánones del recorrido que lleva a la ascensión profesional, más tarde al estancamiento y, por último al descenso personal.
La directora sigue a Paul Vallée, desde sus primeras raves hasta su éxito pinchando garage con su grupo “Cheers”, siempre con la brillante ambientación y puesta en escena que es habitual, y un amplio reparto encabezado por Félix de Givry (Después de mayo), que incluye un cameo de Greta Gerwig (Frances Ha). El recorrido vital del protagonista (casi un envés de la Camille de Un amour de jeunesse) muestra una progresiva resistencia a la evolución, tanto respecto a su propuesta artística como a la incapacidad de madurar personalmente, resultando de una suma de factores de lenta destrucción, que unidos al mal uso de las drogas acaban alejándole de su objetivo inicial. Hansen-Løve juega la baza del paralelismo entre la música de “otro tiempo” y el “peterpanismo” de Paul, que acaba pareciendo un obsoleto residuo social démodé.
Una vez más, la directora francesa acompaña a su protagonista con esa particular empatía que le permite entrar y salir de sus zapatos con agilidad suficiente para que no nos perdamos en la distancia y tampoco obviemos lo que queda fuera del alcance del microscopio. La creación de personajes es uno de los fuertes de Mia Hansen-Løve, logrando inolvidables retratos de una casi dolorosa humanidad, aunque en el caso de Eden, el coro que arropa a Paul se difumine tras los trazos inmutables con que se dibujan desde el comienzo del film.
El punto de vista tan particular desde el que describe a sus protagonistas le impide juzgar la vida al minuto de sus personajes, el consumo de drogas (tuvo problemas con la financiación por no mostrar su faceta sórdida sino su uso integrado), los sucesivos fracasos amorosos… dejando que la propia música sea la narradora en off. Melancolía y euforia, los dos polos de la emoción, son el leit motiv de una película bella e intensa, que nunca llega a dejarnos, sin embargo, la huella del impacto de sus obras anteriores.
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