Es curioso cómo la historia se repite. A principios de los años 80 del siglo pasado, y después de demostrar talento y personalidad en sus dos películas previas, David Lynch se embarca en la mastodóntica adaptación del libro de Frank Herbert Dune. Lynch, cuyo universo surrealista y perturbador quedó demostrado en su ópera prima, Cabeza borradora, intenta transportar algo de dicho universo a la adaptación, y lo consigue en algunos momentos: por ejemplo, en la escena en la que al Barón Vladimir Harkonnen le traen a un pobre sujeto al cual desangra abriéndole un tapón en el pecho, como si fuera un tetra brick.
Pero Lynch fracasa estrepitosamente en la adaptación del libro de Herbert porque, más allá de estos momentos puntuales, se atasca en la narrativa, que deviene torpe y confusa. En este sentido, por ejemplo, es necesario mencionar el abuso de las voces mentales, que estorban mucho más de lo que consiguen explicar. Los efectos especiales, muy rudimentarios incluso para la época, tampoco ayudan mucho.
Como seguramente tampoco ayudó la influencia de los productores, Raffaella y Dino De Laurentiis (este último sin acreditar), que ya en 1980 produjeron otra space opera, Flash Gordon. Las dos películas acaban pareciéndose más de lo que a simple vista pueda parecer: rodadas en interiores, con decorados bastante megalómanos, con una gran variedad de personajes secundarios (ambas comparten, de hecho, a Max von Sydow), y recurriendo las dos a sendas bandas de música rock que, por aquel entonces, gozaban de bastante popularidad (Queen en el caso de Flash Gordon, Toto en el de Dune). Ambas, por cierto, también comparten el hecho de que se estrellaron en la taquilla, aunque el choque fue mucho más severo en el caso de Dune.
Lynch ha renegado siempre de esta película, aduciendo precisamente que sufrió un marcaje tremendo por parte de los De Laurentiis que le impidió desarrollar su creatividad… aunque su siguiente cinta, la celebrada Terciopelo azul, estuvo producida por ellos bajo un contrato que otorgaba al director libertad creativa total y el final cut, nada menos. Sea como fuere, Lynch se dio cuenta (¡a tiempo!) de que el cine de gran formato no era la vía para encauzar sus ideas, y volvió a instalarse en las producciones de escala más modesta, en las que ha desarrollado el resto de su carrera hasta hoy.
El tránsito de Villeneuve del cine de pequeña escala al blockbuster de gran presupuesto tiene en común con el de Lynch que en ambos aparece Dune. Y también algo mucho menos anecdótico y más preocupante: de la misma manera que el Dune de 1984 engulló la capacidad creativa de Lynch, el de 2021 ha destruido casi por completo la de Villeneuve. No parece, al menos a tenor de sus tres películas de gran formato (La llegada (Arrival), Blade Runner 2049 y la que nos ocupa aquí), que este sea el mejor camino para explorar sus ideas.
Que las había, y muy interesantes, en sus trabajos previos de menor escala. Basta recordar, por ejemplo, Incendios, Prisioneros, Enemy o Sicario. El de Villeneuve era entonces un cine de búsquedas de respuestas, y remarco el término “búsqueda” porque poco importaban ahí las respuestas. Los personajes de esas cintas, en contextos y escenarios radicalmente distintos, se parecían en el hecho de que todos iban detrás de algún tipo de verdad, todos perseguían algún interrogante de manera desesperada.
Este cine de la búsqueda aún puede rastrearse en La llegada (Arrival), claro. Incluso, forzando un poco los márgenes interpretativos, también los protagonistas de Blade Runner 2049 y Dune están enfrascados en sus propias batidas en pos de respuestas. Pero, tal y como le ocurrió a Lynch intentando insertar sus ideas propias en su Dune, el director canadiense no consigue que su imaginación se refleje por encima de la aparatosidad de producción de estas propuestas.
Y también como le pasó a Lynch, Villeneuve se ahoga en una narrativa deslavazada y tan atomizada, en su afán por explicar las relaciones políticas y jerárquicas de las distintas casas que componen este díptico, que termina por explicar bien poco. A los 155 minutos de película de este Dune les ocurre lo mismo que a los 137 del de 1984: apenas sirven para esbozar tres o cuatro ideas, el resto adolece de una tremenda arritmia. Además, Villeneuve incurre en lo que es al mismo tiempo una osadía y un grave error: prescinde totalmente de ninguna set piece que impacte a la audiencia, requisito más que indispensable en una película de este tamaño, de este presupuesto, y con los objetivos (industriales y artísticos) con los que fue concebida, que son los propios de un blockbuster.
Todo esto lo escribo muy a mi pesar, y no quiero que se me malinterprete: debajo de la monstruosa envergadura de Dune subyace el pulso de un magnífico director. Un pulso que lucha por abrirse paso entre la parafernalia técnica a la que está subordinado. Un pulso que, finalmente, es detectable en detalles como, por ejemplo, esa cuidada fotografía repleta de bellísimos travellings explicativos, de esos que engrandecen una película y de los que hoy en día muy pocos directores ya se fían. Villeneuve sabe lo que se hace, de eso no cabe duda.
Pero Dune no consigue trascender la épica de su escala y tan solo impacta momentáneamente en la retina del espectador. Como superproducción, es totalmente fallida, cada uno de sus planos exuda una pomposa artificialidad y una irritante autoconsciencia megalómana que hunden la propuesta en una formalidad que sí, es correcta, pero a la vez es fría.
El problema de Dune es que Villeneuve no consigue armonizar sus propios elementos, que son bellísimos por separado. Fotografía, música, montaje, efectos especiales, todo es merecedor de una nominación al Oscar (que probablemente tendrán). Pero el director quebequés no consigue que cristalicen en una película que emocione, que supere su condición de blockbuster de temporada y asalte el alma, el corazón, la mente del espectador. Dune no va más allá del brillo de sus propios elementos.
Ver Dune es una experiencia desasosegadora: la pantalla despide belleza por todas sus micro perforaciones, pero esa belleza no impregna, es como si hubiera una barrera transparente entre las imágenes proyectadas y el patio de butacas. Un poco a la manera platónica del mito de la caverna, lo que el espectador de Dune obtiene es tan solo una representación de las auténticas posibilidades de la película. Dune tiene más que ver con la frustración, pues, que con la experiencia sensorial definitiva que se intuye detrás de tanta exuberancia cinematográfica y de tanta grandilocuencia.
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