Parafraseando a Daphne du Murier, de tanto en tanto sueño que regreso a Kingston Falls. Son los años ochenta y mi adolescencia acaba de empezar. Más tarde, la fascinación por la vida cotidiana en el pueblo de Gremlins (Joe Dante, 1984) tuvo que ver con la investigación sobre formas de reproducción sin contacto sexual, (El hijo de Montaigne) un ensayo en ciernes con una zona ficcional.
Spielberg había estrenado E. T. dos años antes, una trama que uno leía en clave de amigo invisible, un cruce psicoanalítico en la sobrecalentada cabecita de Elliot, una mentira interior entre La cosa, la novela de fantasmas con narrador poco fiable de Henry James y el síndrome de alienación parental.
Pero a mí, el que me interesaba era el autor de Aullidos (The Howling, 1981), Joe Dante, quien luego dirigiría una de las mejores películas del siglo, al menos para Cahiers du Cinema (El chip prodigioso o Innerspace), porque Aullidos era rara y ridícula pero no enteramente estúpida y contenía el prólogo más desconcertante y desaprovechado del subgénero de licántropos: la cita con el asesino en serie que deja smileys para guiar a la reportera de televisión Karen White (Dee Wallace-Stone) hasta la cabina de una sex shop donde se reproduce (de nuevo ese verbo) un vídeo pornográfico.
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Smiley (y la frivolidad del emoticono)…
Y ese Smiley del Peep-Show se abriría camino en un mundo cada vez más emocional, menos racional, donde la racionalidad estratégica del ciudadano político (el que vota previendo al menos las consecuencias de su acción) estaba dando lugar a una suerte de populismo democrático invertebrado (en las tesis que van de Lola López Mondéjar a Christopher Lasch) en el que el emoticono se convertía en un símbolo del fin del lenguaje tal como lo conocimos y del inicio de un mundo sin palabras abonado al narcisismo, el culto la imagen y la superficialidad.
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La sonrisa del serial killer.
Joe Dante era pícaro e indisciplinado, pero Gremlins con su pareja célibe y sus monstruos que nacen al mojarse (en un sentido no lúbrico de la expresión) era anti-pornográfica, es decir navideña (de nuevo una concepción inmaculada, una natividad sin contacto sexual ) y su atractivo principal residía en la rotunda invitación a replicar la cálida idea de felicidad hogareña bajo la nieve, la antítesis de Fuego en el cuerpo, una suerte de Frío en el cuerpo: mantas, novias de aspectos virginales, buena gente, algo de calor, literalidad como esta entrañable viñeta de los maravillosos War and Peas.
Si alguien que estuviera al tanto del devenir neoliberal se hubiera detenido en el perfil, a la vez clásico y blandengue (la expresión es de El Fary) de Billy (Zach Galligan) y su perfecta correspondencia ontológica cuqui con el mogwai habría adivinado el futuro de esas tiernas criaturas: ser pasto fácil de una ola de desregulación.
¿No anticipa la crisis desregulatoria de las subprimes la ruptura de las tres reglas básicas que deben seguirse para cuidar a un mogwai: no darle de comer después de medianoche, no mojarlo y evitar que le dé la luz del sol? ¿No fue la desregulación lo que provocó la gran diversión, esa orgía sin normas dentro y fuera del filme entre la sobreactuación de Mayo del 68, el turismo masivo y las cervezas neoliberales de la particular «Puerta del Sol» de Kingston Fall?
Cinco años después, la nueva generación se reproduce en un edificio computarizado, previsiblemente cerca de lo que en diez años iba a convertirse en zona cero. En Gremlins 2 (Dante, 1990), vuelve mogwai, vuelve la pareja cuqui sacudida por Haviland Morris (una pelirroja cuyas poses parecen sacadas de Pornhub), pero la que irrumpe con fuerza desconcertante e inusitada es la figura de Clamp. El jefe de Billy es una mezcla de emprendedor inmobiliario y gurú de la tecnología, ¿les suena?: demasiado suculento para no tratar de hincarle el diente aquí.
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Haviland Morris en Gremlins 2.
Clamp es despótico y tecnofílico (un proto-híbrido cronembergiano entre Donald Trump y Elon Musk), grita y humilla, manda a su antojo con una estrecha racionalidad: la maximización de la ganancia según la lógica empresarial. La razón económica del promotor impregna al edificio entero pero también la imagen del éxito entre la extrema derecha y el anarquismo liberal que habría de llegar.
Si es cierto que Joe Dante era el representante de la subversión exquisita, se olvidó de subvertir el agente económico que había levantado el rascacielos inteligente. Al final del film, con todo el desastre todavía humeante, al propietario de Clamp Enterprises no solo se le perdona el desastre, el despotismo con el que ha tratado a sus empleados incluyendo algunas vejaciones y despidos arbitrarios sino que se le concede participar en el estatuto de héroe salvador.
Oh, sí. Una reflexión que se impone con urgencia a estas alturas del siglo XXI es la de cómo la cultura mediática degradada en los tiempos del tuit, el meme y 4chan se ha convertido en el instrumento fundamental en la regulación de aspiraciones y valores de toda una generación: jóvenes que se identifican con megamillonarios, incels resentidos que no aman a las mujeres, estafas piramidales por doquier, presidentes elegidos democráticamente con modales de criptobro.
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El empresario Clam en Gremlins 2: el promotor y el tecnófilo como visionario.
El 1 % más rico acumula casi el doble de riqueza que el resto de la población mundial en los últimos años, y hay gente que piensa que el mundo sería más justo si ese 1% fuera racializado u homosexual. Nueve multimillonarios controlan el 90% de los medios de comunicación franceses: la cuna de la Ilustración. Jeff Bezos, Elon Musk con sus miles de millones de dólares, sus aeropuertos privados y sus coches de lujo parecen un modelo accesible a imitar. El individuo contemporáneo primero fue educado a partir de una peligrosa reducción de la idea de igualdad como igualdad de género o trato racial, olvidando la lucha de clases o la mínima justicia redistributiva como justicia social. Luego, la versión meritocrática post-Thatcher culpabilizó al pobre de su miseria tras desmantelar el estado social. Convertida la sociedad de masas, en sociedades de grumos (cado uno con sus referentes y su loca idea de la verdad), el siguiente paso fue el amor por el gurú: el nuevo philodespotos –amante del déspota– en los términos de Etienne de la Boétie, aquel amigo de Montaigne.
La ideología libertaria de un Peter Thiel el inquietante fundador de PayPal con sus diatribas individualistas contra el estado y una arrogancia delirante que olvida lo que su propia existencia tiene de social parece gozar del prestigio de ese molde de promotores inmobiliarios y arquitectos à la Howard Roark el protagonista de El manantial (Vidor, 1949) a partir de la novela de la pensadora rusa Ayn Rand. Hay mucha basura en la red que permite interpretar a Clamp (Gremlins 2) o a Trump 2 (su segundo mandato) como un héroe nacional.
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Disney World: mundo Disney: una forma de globalización.
Las imágenes de la publicidad, del cine y de las series de ficción siempre soplaron sobre nuestro rostro. Cotidianas e invisibles susurran referentes y deseos, ejemplos y modelos de actuación. Con YouTube todo fue a peor. No se trata del improbable efecto sobre la psique del ciudadano medio del gánster o de la mujer fatal sino de la naturalización con la que los valores que cohesionan una sociedad se redefinen. Si hoy la libertad significa elección del consumidor y el acontecer político se identifica con la boutade, la provocación y en matonismo de red social, ¿no es lógico que el héroe de millones de seres humanos sea un tipo con las maneras del viejo Clamp?
Y por seguir con Gremlins 2, una vez reducida, racializada, esencializada la cultura (antaño vinculada a la idea universalista de ciencia, de literatura, de arte y de progreso) a sintagmas del tipo cultura de la identidad, ¿Por qué nos extraña que no haya palabras para rebatir en voz alta los criminales anuncios de «limpiar» (¿de seres humanos?) y reurbanizar la Franja de Gaza contra todos los hitos culturales del derecho internacional?
La utopía inmobiliaria de Gaza en la malvada mente del promotor Trump es un símbolo de la Ilustración oscura, otra señal del camino que empezó contra las figuras del experto y el profesional y que hoy ataca al conocimiento, al consenso sobre la justicia (los derechos humanos), a la educación y no solo la verdad.
Y ahora que lo pienso, si como vio Henry A. Giroux los parques temáticos de Disney invocan la fantasía romántica de la indisciplina, el descanso frente a las normas escolares y la excitación ante la atracción (aquí en una doble acepción del término), puesto a edificar sobre el dolor, ¿por qué no levantar en Gaza un Disney World?
Hermosos: discos de Mogwai, la banda escocesa de post-rock.
Malditas: criptomonedas.
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