Anémica demostración de épica deportiva cuyo único interés reside en la brillante interpretación de Sylvester Stallone.
A golpe de escaleras –las del Museo de Arte de Filadelfia— y de los acordes de Eye of the Tiger se forjó un ídolo. Y no uno cualquiera. Rocky Balboa pasó del barro al bronce tras seis largometrajes. Realmente, sólo le bastó uno –aunque Aki Kaurismäki diga lo contrario— para llegar al imaginario colectivo, ávido de héroes imperfectos, moldeados en los bajos fondos y cuya fe inquebrantable les permite superar, en este caso destrozar, cualquier barrera impuesta por el clasismo. Es por tanto Balboa un símbolo del pueblo llano, un trotskista de sangre transalpina en plena corte yanqui que sobreestimula a las masas del extrarradio impulsado por los dólares de los ricos que lo repudian.
Y, precisamente, el dinero es el encargado de recordarnos su figura, por muy lejos que quede 1976. Hollywood se niega a desprenderse de unos de sus clichés por antonomasia, que revolucionó y rediseñó el subgénero pugilístico. Algo que provocó su renacimiento en 2006 con una sexta (y chirriante) entrega, y el posterior arribo, 10 años después, de un nuevo rescate titulado Creed(subencabezado en España por La leyenda de Rocky). Como ha ocurrido con otras célebres franquicias (Jurassic Park y Star Wars), se aboga por el homenaje y la nostalgia como leitmotiv de una trama que repite los clásicos estereotipos de los relatos sobre maestros y pupilos que han copado el cine contemporáneo. Para esta ocasión, pues, hay una inversión de papeles y Balboa, ya convertido en bronce, es un secundario que debe impulsar a un alumno que lo relaciona de forma directa con su pasado.
El joven cineasta Ryan Coogler vuelve a contar con Michael B. Jordan, rol principal de su ópera prima, la infravalorada Fruitvale Station, para abordar un proyecto que demandaba algo más que ligeras modificaciones sobre las motivaciones y el estatus del protagonista en cuestión. Coogler se muestra demasiado impersonal cuando el plano abandona la intimidad, otorgando un aura de telefilme de sobremesa a una película que debería transmitir, cuando menos, empatía. Poco nos importa el destino –tanto deportivo como amoroso— del heredero de ese linaje cuasi mitológico que lidera el elenco. Creed únicamente cobra vida cuando la cámara desnuda al símbolo y muestra al Actor: unsensacional Sylvester Stallone que desborda ternura (como hiciera Nick Nolte en Warrior) en cada gesto. Si por algo hay que celebrar este enésimo intento de épica prefabricada es por redescubrir a un denostado talento que aún tiene mucho que decir.
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