Hay muchísimas formas de resumir musicalmente lo que nos ha deparado el 2018. Esta es la nuestra, en cinco claves que podrían ser muchas más, con sus correspondientes derivadas.
#1 El pop del futuro será multiforme o no será.
Este año ha visibilizado como ningún otro el cambio de paradigma: con las guitarras desterradas a viejas glorias del rock o a emergentes promesas del universo alternativo, son los sonidos mal llamados urbanos (perezosa terminología importada del inglés, que los sajones acuñaron a finales de los noventa) los que parecen partir la pana y contarnos cuál es el signo de nuestro tiempo.
En realidad, no deja de ser una exageración: ni el rock está muerto —ya se decía lo mismo a principios de los ochenta— ni esta mudanza de piel es una ruptura ni un seísmo que vaya a cambiar la faz de la música popular tal y como la conocimos. Más bien, es la consecuencia lógica de un proceso que (eso sí) ha llegado al gran público con más rotundidad que en anteriores ejercicios.
Habrá quien piense que el viejo rock and roll ya es poco más que un parque temático de dinosaurios en vías de extinción, o tan solo un fenómeno tan intrínsecamente ligado al ocio (y a su condición estrictamente museística) como para reventar taquillas al ritmo de las viejas canciones de Queen en Bohemian Rhapsody. Algo de eso hay.
Pero ni el reggaeton por el que tanto se rasgan las vestiduras algunos —échenle la culpa al notable disco de J Balvin y su presencia mediática— acaba de descubrir su particular penicilina (el género ya avistó sus primeras cumbres en discos de Don Omar o Tego Calderón hace más de una década, cuando Calle 13 ya lo aprovechaban para desterrar prejuicios) ni la desvergonzada combinación de estilos aparentemente distantes es algo precisamente nuevo.
Con todo, sí puede decirse que ha sido un excelente año para ese pop multiforme (llámenlo multipop, superpop o como diablos quieran) que se alimenta de funk, r’n’b, soul digital, trap, hip hop, pop sintético o incluso —sí— del reggaeton, en discos que explican muy bien nuestro presente. Los notables álbumes de Janelle Monae (quien lleva años jugando en su propia liga), Cardi B, Tirzah, Christine and The Queens, Sophie, Noname, Kali Uchis o U.S. Girls (vaya, todo mujeres) beben de esas aguas.
Todos ellos bien podrían formar parte en breve de un nuevo star system que devora a sus hijos sin piedad cuando no saben reciclarse: por algo las nuevas entregas de Justin Timberlake y Craig David figuran en los puestos más bajos del agregador crítico metacritic. No ha pasado tanto desde sus días de gloria, pero ya parece la prehistoria. Da vértigo pensarlo.
En un año en el que hasta los Arctic Monkeys, último bastión del sarpullido rock tal y como lo conocíamos antes de que la industria mutase, han decidido no parecerse a sí mismos, y en el que Dev Hynes (Blood Orange) ilustra mejor que nadie ese trayecto con otro sensacional álbum de pop híbrido que nada tiene que ver con los lejanos Lightspeed Champion, los británicos The 1975 volvieron (en unos meses entregarán secuela) con un disco que encarna como pocos el espíritu de este tiempo: fragmentario, omnívoro, irregular y de una exposición emocional cándidamente millenial, entre el desconcierto y la fascinación. ¿Discos favoritos de música electrónica, por cierto? Los de John Hopkins y DJ Koze.
#2 El crepúsculo de los dioses.
Como ocurre cada año, no escasean ilustres veteranos de la música popular de nuestro tiempo que regresan para lucir galones y poner algunos puntos sobre las íes. Es el caso del mejor Elvis Costello de los últimos veinte años, quien nos dio un buen susto con la suspensión de algunos conciertos debido a un cáncer agresivo, pero se recuperó (al menos, ese parece) y nos regaló el magistral Look Now.
También Marianne Faithfull, con un disco que suena a hermosa despedida, Ry Cooder, Paul Simon, David Byrne o Paul Weller supieron regenerar sus discursos para reivindicarlos como necesarios. Al igual que muchos de quienes se hicieron un nombre entre finales de los ochenta y principios de los noventa: sería un pecado no prestar atención a los discos que facturaron J Mascis, Kristin Hersh, Pete Astor, Jeff Tweedy, Michael Head, Neneh Cherry, Suede, la enésima reinvención de los geniales Low o el gran Jason Pierce al frente de unos Spiritualized que, contra cualquier pronóstico, se marcaron una mirada de frente y sin titubeos a su gran obra maestra de hace más de 20 años (Ladies & Gentlemen, We Are Floating In Space, 1997) con un hermano menor tan respondón como And Nothing Hurts.
#3 Mujeres al poder del indie rock.
Como si la sombra de Liz Phair y su influyente Exile in Guyville (1993), reeditado este año, hubiera supuesto un nuevo impulso, con su desparpajo y su deslenguada forma de revertir estereotipos de género, el 2018 ha confirmado la pujanza de decenas de mujeres como principales regeneradoras del mejor indie rock norteamericano.
Snail Mail, Caroline Rose, Lucy Dacus, Julia Holter o Soccer Mommy, cada una en su estilo, han sobresalido en un ejercicio que nos ha recordado (por si hacía falta) lo grandes que siguen siendo Courtney Barnett y Cat Power. Tan solo una nueva banda masculina les ha podido toser ya desde su balbuceo: los australianos Rolling Blackouts Coastal Fever.
#4 La energía del punk ni se crea ni se destruye.
Buen año este para que la ira del mejor punk, modulado muchas veces con el filtro del hardcore o del propio caldo post punk, haya fermentado como respuesta a una realidad ante la que resulta difícil mantener el sosiego. Mientras haya motivos (y sobran) para apretar la mandíbula y levantar la voz, seguirán siendo necesarios trabajos como los de Idles, Shame, Bodega, Flasher y – por supuesto – los cada vez más diestros Parquet Courts.
#5 El ciclón Rosalía y el resto del bosque.
El gran fenómeno Rosalía, que ha estallado este año gracias al más que notable El mal querer, evidencia dos cosas: en primer lugar, la bienvenida emergencia de una de las primeras estrellas españolas de proyección internacional, tras el paisaje de tierra quemada que tanto el indie de postal (el de los últimos diez años) como el genuino (el que emergió en los noventa) procuraban por el déficit de carisma de sus músicos, hacedores de discos valiosos, pero incapaces de dar relevo a nuestros animales de escenario de los ochenta. Y eso, la irrupción de una artista que puede ser total y con denominación de origen, una frontwoman que podría marcar época desde aquí mismo, no puede ser una mala noticia.
Y en segundo lugar, la reducción del papel del opinador musical profesional a la insignificancia, porque todo el mundo (es decir, todo el mundo) se vio obligado a publicar su opinión con la misma perentoriedad con la que todos debemos opinar del vestido de Cristina Pedroche en Nochevieja o de (sí, lo han acertado, otra vez ella) si la película Bohemian Rhapsody vale o no vale la pena. ¿Quién necesita una visión crítica cuando todos los somos?
En cualquier caso, el bosque que se oculta tras los muchos árboles no está precisamente yermo. No dejen de prestarle una escucha, si no lo han hecho aún, a los discos de The New Raemon, Joaquín Pascual, Sr. Chinarro, Tórtel, Fino Oyonarte, Ferran Palau, Gener, Mourn, Blacanova, Els Pets, Christina Rosenvinge, La Plata, Alondra Bentley, Summer Spree, Mysterio, Nacho Casado, Hazte Lapón, Tachenko, Alberto Montero, El Petit de Cal Eril o Goodfellows. Pop de autor, vestigios de buen indie rock que sabe madurar, nueva psicodelia, devaneos metafísicos bien resueltos y hasta power pop de bastantes quilates.
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